ESCRITURA DRAMÁTICA-TEMA 2-EJERCICIOS
La imaginación y el texto teatral.
Textos sobre la memoria y la creación literaria.
TEXTO 1:
La famosa magdalena de Proust
Fragmento de En busca del tiempo perdido, parte 1: Por el camino de Swann, de Marcel Proust
¿Llegará hasta la superficie de mi conciencia clara ese recuerdo, ese instante antiguo que la atracción de un instante idéntico ha ido a solicitar tan lejos, a conmover y alzar en el fondo de mi ser? No sé. Ya no siento nada, se ha parado, quizá desciende otra vez, quién sabe si tornará a subir desde lo hondo de su noche. Hay que volver a empezar una y diez veces, hay que inclinarse en su busca. Y cada vez esa cobardía que nos aparta de todo trabajo dificultoso y de toda obra importante, me aconseja que deje eso y que me beba el té pensando sencillamente en mis preocupaciones de hoy y en mis deseos de mañana, que se dejan rumiar sin esfuerzo.
Y de pronto el recuerdo surge. Ese sabor es el que tenía el pedazo de magdalena que mi tía Leoncia me ofrecía, después de mojado en su infusión de té o de tila, los domingos por la mañana en Combray (porque los domingos yo no salía hasta la hora de misa) cuando iba a darle los buenos días a su cuarto. Ver la magdalena no me había recordado nada, antes de que la probara; quizá porque, como había visto muchas, sin comerlas, en las pastelerías, su imagen se había separado de aquellos días de Combray para enlazarse a otros más recientes; ¡quizá porque de esos recuerdos por tanto tiempo abandonados fuera de la memoria, no sobrevive nada y todo se va disgregando!; las formas externas -también aquélla tan grasamente sensual de la concha, con sus dobleces severos y devotos-, adormecidas o anuladas, habían perdido la fuerza de expansión que las empujaba hasta la conciencia. Pero cuando nada subsiste ya de un pasado antiguo, cuando han muerto los seres y se han derrumbado las cosas, solos, más frágiles, más vivos, más inmateriales, más persistentes y más fieles que nunca, el olor y el sabor perduran mucho más, y recuerdan, y aguardan, y esperan, sobre las ruinas de todo, y soportan sin doblegarse en su impalpable gotita el edificio enorme del recuerdo.
En cuanto reconocí el sabor del pedazo de magdalena mojado en tila que mi tía me daba (aunque todavía no había descubierto y tardaría mucho en averiguar el por qué ese recuerdo me daba tanta dicha), la vieja casa gris con fachada a la calle, donde estaba su cuarto, vino como una decoración de teatro a ajustarse al pabelloncito del jardín que detrás de la fábrica principal se había construido para mis padres, y en donde estaba ese truncado lienzo de casa que yo únicamente recordaba hasta entonces; y con la casa vino el pueblo, desde la hora matinal hasta la vespertina y en todo tiempo, la plaza, adonde me mandaban antes de almorzar, y las calles por donde iba a hacer recados, y los caminos que seguíamos cuando hacía buen tiempo. Y como ese entretenimiento de los japoneses que meten en un cacharro de porcelana pedacitos de papel, al parecer, informes, que en cuanto se mojan empiezan a estirarse, a tomar forma, a colorearse y a distinguirse, convirtiéndose en flores, en casas, en personajes consistentes y cognoscibles, así ahora todas las flores de nuestro jardín y las del parque del señor Swann y las ninfeas del Vivonne y las buenas gentes del pueblo y sus viviendas chiquitas y la iglesia y Combray entero y sus alrededores, todo eso, pueblo y jardines, que va tomando forma y consistencia, sale de mi taza de té.
TEXTO 2:
Luis Landero: la memoria y la sinestesia
Fragmento de “La sinestesia: un malentendido poético” del libro Entre líneas: el cuento o la vida de Luis Landero.
Luego Manuel fue a Londres, y recorrió sus calles, sus parques y sus plazas. Pero cuando lo recuerda, el Londres real se mezcla, y a veces hasta se difumina, con el Londres que conoció mucho antes en la literatura. Los gigantes conviven al fin pacíficamente con los molinos. Y lo mismo le ocurre con el Montevideo de Onetti, o con el Madrid de Galdós, Baroja o Valle-Inclán. Y es que una ciudad no está del todo acabada hasta que los escritores o los pintores la colonizan imaginariamente. Pasear por Buenos Aires o Madrid es entonces un ejercicio real y un ejercicio de ficción, donde las calles se convierten en ríos temporales, y uno cree ver que los ciudadanos de hoy conviven o se confunden con los fantasmas no menos reales de ayer. Sin memoria, las ciudades carecerían de alma, y pasearíamos por ellas como sonámbulos en el limbo de la actualidad. Porque es cierto que una ciudad, ya se sabe, la conocemos más y mejor cuando la recordamos, y la nostalgia y la memoria nos la devuelven en clave poética. Ya lo dijo Valle- Inclán: «Las cosas no son como las vemos, sino como las recordamos».
A propósito de esto, de la confusión entre realidad y ficción, Manuel recuerda que la primera vez que leyó Madame Bovary, hizo un descubrimiento absurdo: en la alcoba donde muere Emma olía intensamente a limón y a vainilla, y esa fragancia misteriosa sólo admitía ser descrita por dos adjetivos tan impertinentes como exactos: lujuriosa y metálica. Absurdo, en efecto, porque Flaubert no da ningún indicio, ni siquiera remoto, de ese olor. Durante algún tiempo le intrigó el origen de aquella experiencia singular: por qué él, por su cuenta, se obstinaba en un aroma apócrifo.
Un día, casualmente, descubrió su secreto. Fue al regresar a la casa de su infancia y al abrir una alacena en el desván. De golpe, allí, inconfundible, estaba el viejo y misterioso olor. Y allí, detrás de los útiles de dulcera de su madre, ya fuera de uso, había un libro, el único libro que hubo en casa y que, por su carácter licencioso, se escondía en aquel lugar. Manuel lo descubrió hacia los doce años y lo leía a hurtadillas, y luego volvía a dejarlo en su escondite, pero el olor a limón y a vainilla de los útiles de dulcería y el tibio tacto metálico de la batidora, el tamiz y los moldes quedaron unidos inevitablemente a la lectura. El libro era La dama de las camelias, y el olor de la alacena se incorporó a la agonía de Margarita Gautier. De ahí pasó a la muerte de otro ilustre personaje femenino, Emma Bovary, a quien Manuel identificó inconscientemente con la Gautier, y en la confusión también el aroma saltó de la alacena a un libro y, años después, de ese libro a otro libro.
Así que ese olor exigía de dos extraños adjetivos: lujurioso y metálico. Esa figura retórica se llama sinestesia, que consiste en atribuir a un objeto cualidades que pertenecen a otro ámbito de la percepción: verde viento, dulce melodía. Porque ocurre que las cosas sólo pueden recordarse con fidelidad una vez. A la segunda, el recuerdo está ya contaminado por algún detalle de la primera evocación. Si yo rescato hoy un color de hace tres años y en ese instante oigo la risa de un niño, quizá cuando quiera recordar el color recordaré también la risa, y llegará el momento en que no se conciban el uno sin la otra, y entonces habré de decir: azul risueño, y juraré que es una expresión tan oportuna como exacta. El carácter imaginario del pasado nos convierte a todos en poetas. En la memoria se quiebra la linealidad del tiempo y sus pedazos se mezclan como si los barajásemos. Basta leer a Keats, a Leopardi, a Antonio Machado, a Proust, para advertir que la poesía es sobre todo el naufragio feliz de la memoria. Un olor es suficiente para reconstruir el reino perdido de la infancia.
Porque la sinestesia existe en la vida antes que en la literatura. La sinestesia es una experiencia vital, y surge de los rotos que el olvido va creando en la memoria. A Manuel, le gusta ilustrar esto con el ejemplo de un barco donde viajan, muy alejados entre sí, un loro y un sombrero de copa. Es imposible que el sombrero y el loro lleguen a encontrarse. Pero he aquí que el barco naufraga, y entonces el loro encuentra su salvación instalándose de náufrago en el sombrero. Eso es exactamente una sinestesia. Y es que así funciona a veces la memoria: su naufragio en el tiempo permite que experiencias e impresiones alejadas entre sí se encuentren de pronto unidas indisolublemente. Sin memoria no habría sinestesia por la sencilla razón de que tampoco habría poesía.