domingo, 9 de octubre de 2011

ESCRITURA DRAMÁTICA-TEMA 2-PARTE A-EJERCICIOS 1 y 2

ESCRITURA DRAMÁTICA-TEMA 2-EJERCICIOS
La imaginación y el texto teatral.
Textos sobre la memoria y la creación literaria.
TEXTO 1:
La famosa magdalena de Proust
Fragmento de En busca del tiempo perdido, parte 1: Por el camino de Swann, de Marcel Proust

¿Llegará hasta la superficie de mi conciencia clara ese re­cuerdo, ese instante antiguo que la atracción de un instante idéntico ha ido a solicitar tan lejos, a conmover y alzar en el fondo de mi ser? No sé. Ya no siento nada, se ha parado, qui­zá desciende otra vez, quién sabe si tornará a subir desde lo hondo de su noche. Hay que volver a empezar una y diez ve­ces, hay que inclinarse en su busca. Y cada vez esa cobardía que nos aparta de todo trabajo dificultoso y de toda obra importante, me aconseja que deje eso y que me beba el té pensando sencillamente en mis preocupaciones de hoy y en mis deseos de mañana, que se dejan rumiar sin esfuerzo.

Y de pronto el recuerdo surge. Ese sabor es el que tenía el pedazo de magdalena que mi tía Leoncia me ofrecía, des­pués de mojado en su infusión de té o de tila, los domingos por la mañana en Combray (porque los domingos yo no sa­lía hasta la hora de misa) cuando iba a darle los buenos días a su cuarto. Ver la magdalena no me había recordado nada, antes de que la probara; quizá porque, como había visto muchas, sin comerlas, en las pastelerías, su imagen se había separado de aquellos días de Combray para enlazarse a otros más recientes; ¡quizá porque de esos recuerdos por tanto tiempo abandonados fuera de la memoria, no sobre­vive nada y todo se va disgregando!; las formas externas -también aquélla tan grasamente sensual de la concha, con sus dobleces severos y devotos-, adormecidas o anuladas, habían perdido la fuerza de expansión que las empujaba hasta la conciencia. Pero cuando nada subsiste ya de un pasado antiguo, cuando han muerto los seres y se han de­rrumbado las cosas, solos, más frágiles, más vivos, más in­materiales, más persistentes y más fieles que nunca, el olor y el sabor perduran mucho más, y recuerdan, y aguardan, y esperan, sobre las ruinas de todo, y soportan sin doblegar­se en su impalpable gotita el edificio enorme del recuerdo.

En cuanto reconocí el sabor del pedazo de magdalena mojado en tila que mi tía me daba (aunque todavía no ha­bía descubierto y tardaría mucho en averiguar el por qué ese recuerdo me daba tanta dicha), la vieja casa gris con facha­da a la calle, donde estaba su cuarto, vino como una deco­ración de teatro a ajustarse al pabelloncito del jardín que detrás de la fábrica principal se había construido para mis padres, y en donde estaba ese truncado lienzo de casa que yo únicamente recordaba hasta entonces; y con la casa vino el pueblo, desde la hora matinal hasta la vespertina y en todo tiempo, la plaza, adonde me mandaban antes de almorzar, y las calles por donde iba a hacer recados, y los caminos que seguíamos cuando hacía buen tiempo. Y como ese entrete­nimiento de los japoneses que meten en un cacharro de porcelana pedacitos de papel, al parecer, informes, que en cuanto se mojan empiezan a estirarse, a tomar forma, a co­lorearse y a distinguirse, convirtiéndose en flores, en casas, en personajes consistentes y cognoscibles, así ahora todas las flores de nuestro jardín y las del parque del señor Swann y las ninfeas del Vivonne y las buenas gentes del pueblo y sus viviendas chiquitas y la iglesia y Combray entero y sus alre­dedores, todo eso, pueblo y jardines, que va tomando forma y consistencia, sale de mi taza de té.

TEXTO 2:

Luis Landero: la memoria y la sinestesia

Fragmento de “La sinestesia: un malentendido poético” del libro Entre líneas: el cuento o la vida de Luis Landero.

        Luego Manuel fue a Londres, y recorrió sus calles, sus parques y sus plazas. Pero cuando lo recuerda, el Londres real se mezcla, y a veces hasta se difumina, con el Londres que conoció mucho antes en la literatura. Los gigantes con­viven al fin pacíficamente con los molinos. Y lo mismo le ocurre con el Montevideo de Onetti, o con el Madrid de Galdós, Baroja o Valle-Inclán. Y es que una ciudad no está del todo acabada hasta que los escritores o los pin­tores la colonizan imaginariamente. Pasear por Buenos Aires o Madrid es entonces un ejercicio real y un ejercicio de ficción, donde las calles se convierten en ríos temporales, y uno cree ver que los ciudadanos de hoy conviven o se confunden con los fantasmas no menos reales de ayer. Sin memoria, las ciudades carecerían de alma, y pasearíamos por ellas como sonámbu­los en el limbo de la actualidad. Porque es cierto que una ciudad, ya se sabe, la conocemos más y mejor cuando la recordamos, y la nostalgia y la memoria nos la devuelven en clave poética. Ya lo dijo Valle- Inclán: «Las cosas no son como las vemos, sino como las recordamos».

A propósito de esto, de la confusión entre realidad y ficción, Manuel recuerda que la pri­mera vez que leyó Madame Bovary, hizo un des­cubrimiento absurdo: en la alcoba donde muere Emma olía intensamente a limón y a vainilla, y esa fragancia misteriosa sólo admitía ser des­crita por dos adjetivos tan impertinentes como exactos: lujuriosa y metálica. Absurdo, en efec­to, porque Flaubert no da ningún indicio, ni siquiera remoto, de ese olor. Durante algún tiempo le intrigó el origen de aquella experiencia singular: por qué él, por su cuenta, se obs­tinaba en un aroma apócrifo.

Un día, casualmente, descubrió su secreto. Fue al regresar a la casa de su infancia y al abrir una alacena en el desván. De golpe, allí, in­confundible, estaba el viejo y misterioso olor. Y allí, detrás de los útiles de dulcera de su madre, ya fuera de uso, había un libro, el único libro que hubo en casa y que, por su carácter licen­cioso, se escondía en aquel lugar. Manuel lo descubrió hacia los doce años y lo leía a hurta­dillas, y luego volvía a dejarlo en su escondite, pero el olor a limón y a vainilla de los útiles de dulcería y el tibio tacto metálico de la batidora, el tamiz y los moldes quedaron unidos inevita­blemente a la lectura. El libro era La dama de las camelias, y el olor de la alacena se incorporó a la agonía de Margarita Gautier. De ahí pasó a la muerte de otro ilustre personaje femenino, Emma Bovary, a quien Manuel identificó in­conscientemente con la Gautier, y en la confu­sión también el aroma saltó de la alacena a un libro y, años después, de ese libro a otro libro.

Así que ese olor exigía de dos extraños ad­jetivos: lujurioso y metálico. Esa figura retórica se llama sinestesia, que consiste en atribuir a un objeto cualidades que pertenecen a otro ámbito de la percepción: verde viento, dulce melodía. Porque ocurre que las cosas sólo pueden recor­darse con fidelidad una vez. A la segunda, el re­cuerdo está ya contaminado por algún detalle de la primera evocación. Si yo rescato hoy un color de hace tres años y en ese instante oigo la risa de un niño, quizá cuando quiera recor­dar el color recordaré también la risa, y llegará el momento en que no se conciban el uno sin la otra, y entonces habré de decir: azul risueño, y juraré que es una expresión tan oportuna como exacta. El carácter imaginario del pasado nos convierte a todos en poetas. En la memo­ria se quiebra la linealidad del tiempo y sus pe­dazos se mezclan como si los barajásemos. Basta leer a Keats, a Leopardi, a Antonio Ma­chado, a Proust, para advertir que la poesía es sobre todo el naufragio feliz de la memoria. Un olor es suficiente para reconstruir el reino per­dido de la infancia.

Porque la sinestesia existe en la vida antes que en la literatura. La sinestesia es una expe­riencia vital, y surge de los rotos que el olvido va creando en la memoria. A Manuel, le gusta ilustrar esto con el ejemplo de un barco donde viajan, muy alejados entre sí, un loro y un som­brero de copa. Es imposible que el sombrero y el loro lleguen a encontrarse. Pero he aquí que el barco naufraga, y entonces el loro encuentra su salvación instalándose de náufrago en el sombrero. Eso es exactamente una sinestesia. Y es que así funciona a veces la memoria: su naufragio en el tiempo permite que experiencias e impresiones alejadas entre sí se encuentren de pronto unidas indisolublemente. Sin memoria no habría sinestesia por la sencilla razón de que tampoco habría poesía.