lunes, 21 de noviembre de 2011

DRAMATURGIA. TEMA 2. EL ROMANTICISMO. VÍCTOR HUGO. EJERCICIO

"Hernani" o el "Prefacio" en la práctica. Leer "Hernani" y explicar las causas de la polémica de su estreno y su carácter de símbolo de la ruptura con las poéticas neoclásicas.
ENLACE CON EL TEXTO DE HERNANI:

http://www.ciudadseva.com/textos/teatro/hugo/hernani.htm

domingo, 20 de noviembre de 2011

Dramaturgia- Teoría-Tema 2: Las reglas del teatro hasta el siglo XIX. El Romanticismo. Víctor Hugo.

EL ROMANTICISMO. VÍCTOR HUGO
(Historia de la crítica literaria. David Viñas Piquer)

l. Introducción a la crítica romántica

A finales del XVIII y principios del XIX surge una nueva sensibilidad en Europa. El sistema neoclásico empieza a entrar en declive y se van infiltrando nuevas tendencias que conformarán el espíritu romántico, espíritu que es en gran parte una reacción contra la Edad de la Razón dieciochesca. De hecho, como asegura René We­llek, los movimientos románticos que se manifiestan en, los distintos países de Europa -en Alemania e Inglaterra primero- presentan como principal común denominador «el repudio unánime del credo neoclásico». Pero conviene señalar de inmediato que el Romanticismo no es solo un movimiento artístico, sino un movimiento total del espíri­tu de Occidente. Es un estilo y una concepción de la vida. Encierra toda una cosmovisión. Incluso hay quien prefiere hablar del Romanticismo como de un estado de alma que se manifiesta en obras de arte. Isaiah Berlin lo veía como «una transforma­ción tan radical y de tal calibre que nada ha sido igual después» (2000: 24). Y es que el Romanticismo tiene un carácter revolucionario incuestionable, pues se presenta como rup­tura con una tradición, con la jerarquía de valores culturales y sociales que imperaba en el orden anterior, en favor de una libertad auténtica. Porque Romanticismo significa li­bertad absoluta en todos los ámbitos: la única ley que acepta el romántico es que no tie­ne que existir ninguna ley, tal y como lo explicita Friedrich Schlegel en el célebre frag­mento 116 del Athenaüm.
Como señala M. H. Abrams en la «Introducción» a su obra El espejo y la lámpara (1975), el ideal de perfección artística basado en un perfecto equilibrio entre el de­leite y la utilidad dominó el panorama de la crítica literaria desde Horacio hasta el si­glo XVIII, así que puede decirse que se trata de la principal actitud estética del mundo oc­cidental. Pero a finales del XVIII y principios del XIX el foco de atención se desplaza ha­cia el poeta, y lo que pasa a interesar realmente es la constitución mental del escritor, sus facultades para la composición artística, su creatividad. Antes, su invención y su imagi­nación estaban limitadas por el principio de la mímesis: había un modelo -la naturale­za- del que no debía apartarse, y unos autores –los clásicos- a los que tenía que imi­tar. Pero cuando el centro de atención se desplaza hacia el poeta, progresivamente se va exaltando la libertad creadora, la imaginación y la espontaneidad emocional del creador, lo que, en conjunto, puede denominarse el genio natural. Esta es la base de las teorías ex­presivas del arte, con las que la poesía pasa a ser concebida como la exteriorización del interior del poeta. Así, el poema ya no es imitación, sino expresión de sentimientos: una especie de catharsis personal, de desahogo. Si la obra se refiere a aspectos del mundo ex­terno, estos solo interesan en tanto en cuanto han pasado por el filtro de los sentimientos del poeta. Así, si con el Neoclasicismo la teoría literaria giraba en torno a la idea de mímesis o representación, con el Romanticismo girará en torno a la idea de expresión. Ex­presión de sentimientos personales. De modo que la crítica literaria ya no se fijará en el valor representativo de la obra poética, sino en su valor expresivo, en su sinceridad y es­pontaneidad. Ya no importa que la obra sea fiel reflejo de la naturaleza real o de una na­turaleza embellecida, sino que sea fiel reflejo del corazón del poeta. Lo que interesa no es ya el objeto contemplado, sino la emoción humana sentida frente a ese objeto. Lo senti­mental domina el panorama literario en general, pero al escritor lo que le interesa espe­cialmente es hablar de sí mismo, de lo que él siente, expresar sus sentimientos subjetivos, poner en primer plano su personalidad. El mundo entero es para él solo la materia prima de sus vivencias, un pretexto para hablar de sus propias sensaciones. De este modo, el lec­tor pasa a convertirse en un testigo de los conflictos íntimos del autor. La poética clasi­cista se basaba en la relación obra-realidad, y, de hecho, la mente del poeta era vista como algo esencialmente mecánico, pasivo, en el sentido de que tenía que limitarse a reflejar algo que existía e iba a seguir existiendo independientemente de lo que hiciera el artista; pero esta situación varía con la poética romántica, que no se basa ya en la relación obra-­realidad, sino en la relación obra-autor, y la mente del poeta es vista como algo activo, creativo, configurador de una realidad antes inexistente.
El fuerte individualismo característico de los románticos -y para cuya comprensión es preciso tener en cuenta el influjo ejercido entonces por la filosofía del Idealismo- se tras­lada a la propia obra de arte. Esta ya no tiene que ser bella, sino interesante. Y lo que la hace interesante es su carácter peculiar, su especificidad, aquello que permite diferenciarla de otras obras. O sea: su unicidad o su individualidad. Friedrich Schlegel hablaba en este sentido de lo característico para hacer referencia a un arte «que pone el énfasis en lo irrepetible, en lo único, en lo que individualiza». El artista clásico y neoclásico tenía bastante con ajustar su obra a un modelo de belleza ideal, pero el romántico persigue la no­vedad, la originalidad, la singularidad, y para ello se desvía de normas y modelos, incluso hasta el punto de dar cabida en su obra a lo irregular, a lo deforme.
Volviendo ahora a la cuestión del predominio artístico de los sentimientos en el Ro­manticismo, podría decirse que este predominio es en realidad una manifestación de actitud escapista, pues lo que se produce es una huida desde el racionalismo hacia el sentimentalis­mo. Y al escaparse del intelecto frío y crítico, el artista romántico cae a menudo en el ám­bito de lo irracional, de lo que no está sujeto al dominio de lo consciente, de lo oculto a la razón, de lo oscuro y de lo demoníaco, de lo misterioso, de lo nocturno, de lo fantasmal, de lo grotesco. Incluso cuando sigue su impulso irresistible a la introspección, a la auto obser­vación, descubre a veces una parte ignorada de sí mismo, un alter ego que es sentido «como un desconocido, un extraño, un forastero incómodo» (Hauser, 1998). Piénsese que una de las características tradicionalmente asociadas a la idea de la inspiración es precisamente la extrañeza que la obra provoca incluso a su autor, que siente como si la hubiese escrito otro.
Aunque el predominio artístico de los sentimientos pueda ser visto como una manifes­tación de la actitud escapista de los románticos, lo más frecuente es que al hablar del esca­pismo romántico se piense en un escapismo temporal o en un escapismo espacial, es decir, en un interés por lo remoto en el tiempo y en el espacio. La nostalgia del pasado histórico -y la conciencia misma de historicidad- es algo que nace con el Roman­ticismo. Nunca antes existió esta nostalgia, que hay que entender con un fuerte componente de idealización y que implica una clara problematización del presente. Aunque, por otra par­te, la conciencia histórica de los románticos -ausente por completo en los neoclásicos del XVIII, que veían el desarrollo histórico como una «continuidad rectilínea» (Hauser, 1998) y se acercaban a la historia en busca de proposiciones generales aplicables a los hombres de todas las épocas- lleva a relativizar todo valor y a acordarse de su de­terminación histórica. Es decir, en el fondo se sabe que nada es intemporal, que todo está sujeto a constante cambio y que, por tanto, la escala de valores del pasado no puede servir ya para el presente. Que es justo lo que entendieron los ilustrados, para quienes había “ciertas entidades fijas, objetivas, universales y eternas”.

Victor Hugo: «Prefacio» a Cromwell (1827)

6.1. EL ENFRENTAMIENTO CON EL NEOCLASICISMO
El «Prefacio» a Cromwell es un texto en el que se refleja claramente el conflicto entre el Neoclasicismo y el Romanticismo en el ámbito de la dramaturgia. Suele ser considerado, de hecho, el manifiesto del Romanticismo en Francia. Y hay que tener en cuenta que en este país el Neoclasicismo dura más y arraiga con más fuerza que en otros países, sobre todo mucho más que en España y que en Italia. La razón es obvia: Francia ape­nas vive en el siglo XVlI un período Barroco como otros países. El XVlI francés es el gran si­glo del Clasicismo, de modo que cuando luego los neoclásicos miran hacia atrás no ven a re­presentantes de una estética opuesta, sino a sus ídolos. Por tanto, desde el siglo XVI hasta el XVIII -incluidos ambos- hay que hablar de un desarrollo ininterrumpido del Clasicismo en Francia. De ahí que, como señaló Vemon Hall, los románticos franceses manifestaran luego «un aire polémico más consciente de sí mismo» que el que manifestaron los defensores del Romanticismo en otros países. Teniendo en cuenta esto, se entiende que el «Pre­facio» a Cromwell, en el que Victor Hugo se enfrenta abiertamente al credo neoclásico, tuvo que resultar especialmente polémico. Este texto apareció en 1827. Es una fecha tardía porque ya el Romanticismo había ganado bastante terreno, sobre todo en el campo de la lí­rica y en el de la novela, aunque no aún en el del teatro. Sobre todo el teatro que se repre­sentaba para la aristocracia y la alta burguesía seguía anclado a los preceptos neoclásicos. Y es lógico que así fuera porque el Neoclasicismo cuaja con mayor fuerza en el teatro que en otros géneros. Además, de algún modo el teatro era el último vestigio de la aristocracia, que soñaba con el regreso del Antiguo Régimen, el anterior a la Revolución francesa de 1789. Pero ese retorno no iba a producirse porque a medida que la socie­dad se industrializaba, lo que se producía era más bien una mezcla entre clases sociales, y no una nueva jerarquía dominada por la monarquía, la aristocracia y la Iglesia.
Sin embargo, el teatro parecía una especie de oasis: no había evolucionado en absolu­to porque seguía dirigiéndose a la aristocracia y a la burguesía y seguía respetando escrupu­losamente los preceptos clásicos. Y el género dominante seguía siendo la tragedia. Los autores que estrenaban en los teatros más importantes de París seguían sintiéndose herederos de Corneille, de Racine, de Molière. Pero en otros teatros, los que estaban situados fuera del círculo elegante de la ciudad, en los denominados boulevards, los autores eran menos respe­tuosos con las reglas clásicas porque el público pedía ya otras cosas: buscaba un reflejo de la vida real en las obras, y no la recreación de un episodio histórico, por ejemplo. Quería, además, participar en el mundo emocional de la obra, sentirse como los protagonistas. Con el tiempo, este será el denominado teatro de consumo, un teatro anticonvencional que irá evo­lucionando de manera bastante arbitraria, pues aunque combata unas convenciones termina­rá por institucionalizar otras distintas. En realidad, los autores que estrenaban en los teatros de boulevard soñaban con estrenar en los otros teatros, los del centro de la ciudad.
Los críticos teatrales más importantes acudían a los teatros de la ciudad, y de sus críti­cas dependía el prestigio o hundimiento de un autor. Por eso todos los prerrománticos se en­contraban con la difícil situación de tener que contentar a un público que cada vez sabía me­nos de normas clásicas, y a la vez contentar a los críticos importantes, que seguían exigien­do el respeto a esas normas. En realidad, en los teatros de boulevard, en los menos exigentes con las reglas, iban estrenándose obras de autores que solo respetaban lo que su propia ins­piración les dictaba. Y un autor que era referencia obligada para quienes querían liberarse del yugo de las reglas era Shakespeare: el monstruo que infringió todas las reglas y que fue por ello condenado por los neoclásicos -sobre todo por Voltaire-. Las obras de Shakes­peare seguían representándose en los escenarios, pero los autores que más fácilmente pe­netraron en Francia durante esta época fueron los autores ingleses y los alemanes contem­poráneos -ya Lessing decía que ingleses y alemanes estaban más unidos estéticamente que cualquiera de ellos con los franceses-. Los ingleses y alemanes no seguían tan rígidamente los preceptos neoclásicos, gozaban de unos márgenes mucho más generosos para ejercer su li­bertad creadora. Así, las obras que escribían estaban llenas de recursos eficaces para satisfacer el gusto del público, que iba solo a entretenerse con las acciones y las aventuras de los perso­najes, y no ya a recibir una lección moral. Viajes, naufragios, apariciones de ultratumba, pri­sioneros en mazmorras, desenlaces imprevistos..., cosas así eran las que de veras interesaban, y suponían una especie de liberación formal respecto a las exigencias neoclásicas.
Éste es el panorama que vive Víctor Hugo en su juventud. Es uno de los poetas jóve­nes que políticamente se muestran enemigos del Antiguo Régimen y que con frecuencia pro­vocan escándalos en los círculos intelectuales de la capital. Hugo adquiere pronto un notable prestigio y decide plantear el Romanticismo en el ámbito teatral con su obra Cromwell. La obra encuentra una fuerte oposición y no consigue ser estrenada; por eso Hugo decide editarla -lo que en teatro supone un gran fracaso- y añadirle un pró­logo en el que resume su credo estético. No puede extrañamos que un poeta de prestigio como Hugo no pueda estrenar sus obras teatrales porque la aristocracia del Antiguo Régimen controlaba aún los círculos de prestigio, y solo una revolución política podía poner fin a esta situación. Esa revolución llega en 1830: la revolución burguesa que pone fin a la ideología aristócrata y hace triunfar la ideología burguesa y liberal. Solo entonces ve Hugo represen­tada su primera tragedia: Hernani. Aunque este estreno desencadenó todavía una auténtica guerra literaria entre románticos y partidarios del Neoclasicismo -la famosa «batalla de Hernani»- .

I6.2. PRINCIPALES IDEAS DEL «PREFACIO»

Hoy, la lectura del prólogo al Cromwell puede parecer inofensiva, incluso demasiado respetuosa con el Neoclasicismo, pero si nos situamos en la época de su publicación vere­mos que se trató de una auténtica osadía, de un desafío auténtico cuando los círculos inte­lectuales estaban dominados por una mentalidad conservadora, neoclásica. Y es que hay que tener en cuenta que en realidad los primeros románticos no son innovadores radicales, sino que sigue influyendo en ellos en gran medida la doctrina neoclásica en la que fueron educa­dos. De hecho, al principio la oposición entre Neoclasicismo y Roman­ticismo se identifica simplemente con la oposición entre el pasado y la modernidad. Lo ro­mántico -se piensa- proporciona placer a la sensibilidad actual, mientras que lo clásico re­presenta el estilo de otra época, responde a un gusto que ya ha caducado.

6.2.1. Sobre el hibridismo genérico

Uno de los puntos de oposición al Neoclasicismo planteado en el «Prefacio» a Crom­well tiene que ver con la mezcla de géneros. Hugo cree que el teatro tiene que ser un es­pectáculo total, que tiene que ser una representación completa y no solo parcial de la vida, y por tanto cree que en una misma obra tienen que aparecer elementos cómicos mezclados con elementos trágicos, tal y como ocurre en la vida real. Estas ideas afectan incluso a la duración del espectáculo. Lo normal era representar en una sola se­sión dos piezas teatrales: primero una tragedia -pieza principal-, que duraba unas dos ho­ras, después una hora de entreacto -con espectáculos más o menos divertidos para entrete­ner-, y luego una comedia que duraba una hora más. En total, pues, cuatro horas. Pero esto ya no es necesario si Hugo quiere que los elementos de la comedia se mezclen con los de la tragedia y todo se dé en una sola pieza. De hecho, su idea de drama romántico implica mez­clar esas distintas clases de diversión, para que se pase de la seriedad a la risa y luego de nuevo a lo serio, como ocurre en la realidad cotidiana. Pues es obvio que en la vida la be­lleza y la fealdad aparecen mezcladas, y por tanto también en una obra debe ser así. De modo que no es necesario respetar el principio del decoro y dejar que solo lo bello entre en la obra, ni hay que fijar unas leyes para cada género y decir que lo feo y desagradable solo puede en­trar en la comedia -y en clave de humor: para ridiculizarlo-, mientras que lo sublime, lo noble, solo puede entrar en géneros como la tragedia o la épica. Esto es lo que defiende la teoría de la pureza de los géneros, ligada a los tres estilos -sublime, medio, ínfimo- y todo dominado por el principio del decoro. Pero Hugo aboga por un arte moderno totalizador, que se haga vivo reflejo de lo que ocurre realmente en la vida, y en la vida lo cómico y lo trá­gico no se dan por separado. Separarlos es algo artificial, forzado.
Esta idea apunta ya la disolución de los géneros y de los estilos, y la defensa de formas híbridas: todo tiene que confundirse, como ocurre en la vida. Ahí vemos que se defiende un tipo de poesía que sea traducción completa de la realidad, que se base en la unión de opues­tos y en la armonía de contrarios. Esto es lo mismo que dirá también Stendhal cuando utili­ce la metáfora del espejo para referirse a la creación novelesca: la novela es como un espe­jo que refleja la realidad de la vida, «un espejo que se pasea a lo largo de un camino», y no es culpa del espejo que pasen por delante de él gentes feas y desagradables: están ahí tam­bién. Hugo, a diferencia de lo que había dicho Diderot en la Paradoja del comediante, quie­re que el teatro se acerque a la vida, que sea su fiel reflejo. Aunque también exige que el material extraído de la realidad cotidiana sea trabajado artísticamente hasta conseguir que sea su esencia lo que llegue a la obra y que, en definitiva, el resultado sea mejor, más bello que al principio. De ahí precisamente que pueda defenderse el teatro en verso: el verso es el aña­dido estético, lo que embellece la vida.

6.2.2.

Las edades de la poesía

En su «Prefacio», Hugo parte del convencimiento de que la poesía depende de la so­ciedad en la que es cultivada y examina así las tres grandes etapas del mundo: los tiempos primitivos, los tiempos antiguos y los tiempos modernos (1989: 24 y ss.). Hay que ver esta teoría como un intento estratégico de transmitir un mensaje importantísimo: los tiempos han cambiado y hay que crear un nuevo tipo de arte, el arte moderno o romántico. Desde este convencimiento, desarrolla Hugo su teoría de la adecuación entre etapas históricas y formas poéticas, una teoría de la que surge una inter­pretación dialéctico-simbólica de la poesía:

1. Tiempos primitivos: indican el nacimiento de la humanidad. La poesía tiene en este primer estado un marcado carácter religioso, se da en forma de himno, es una oda dedicada a Dios, a la naturaleza, a la creación. Es un rito religioso. La sociedad es una sociedad teo­crática y el género literario propio de esta edad primitiva es la oda.
2. Tiempos antiguos: nacen las naciones y, pronto, los conflictos entre ellas, las gue­rras, los imperios, la historia de cada nación, etc., y la poesía refleja estos grandes aconteci­mientos y se hace épica, destacando la figura de Homero. Después de la epopeya nace tam­bién la tragedia -según Hugo, también dominada por el carácter épico de esta edad anti­gua-. Por tanto, el género literario propio de la edad antigua es la epopeya.
3. Tiempos modernos: se corresponden con el fin del paganismo y la llegada y triun­fo del cristianismo, la religión verdadera -dice Hugo (1989: 28)- con la que nace la civi­lización moderna y con la que nace también «un nuevo sentimiento, desconocido por los an­tiguos y singularmente desarrollado en el hombre moderno, un sentimiento que es más que la gravedad y menos que la tristeza: la melancolía».
Conviene detenerse en esta última etapa, pues es la que de veras le interesa analizar a Victor Hugo. La edad moderna se caracteriza por el desarrollo de una nueva religión y de una sociedad nueva, lo que da paso, también, a una nueva poesía y al dominio de un nuevo género: el drama. Antes, la poesía épica solo daba cabida a una parte de la naturaleza, la que se ajustaba a una determinada concepción de la belleza: los héroes, las grandes acciones, etc. Pero el cristianismo «lleva la poesía a la verdad» y demuestra que no todo lo creado es be­llo, que también hay fealdad y que lo feo está al lado de lo bello, como lo deforme cerca de lo gracioso, y el mal cerca del bien. Por tanto, un arte que no recoja todo eso será siempre incompleto. La poesía tiene que dar el gran paso de imitar a la natu­raleza mezclando sus elementos, aunque sin confundirlos: saber qué es bello y qué es feo, o qué es bueno y qué es malo. Hugo justifica esa mezcla diciendo que el cristianismo presen­ta el mal al lado del bien para que, por comparación, lo bueno sea mejor comprendido.
Al producirse la entrada de lo grotesco en el arte mezclándose con lo sublime y lo de­coroso se desarrolla una nueva forma artística: el arte moderno. Esta es, pues, la diferencia fundamental que separa el arte antiguo del moderno: en el arte antiguo, lo grotesco no se mezcla con lo sublime, sino que se da una cosa o bien otra, y el resultado es uniforme; el genio moderno, en cambio, mezcla los contrarios y consigue ser así más fiel a la realidad de la vida, donde se dan cita todos los opuestos. Así, tenemos a un Rubens, por ejemplo, que en medio de una escena solemne en la que se representa una ceremonia puede presentar a un enano, o bien algo grotesco. Nada de esto era posible cuando se creía en una belleza universal y en que solo esa belleza era digna de ser imitada por el arte. Esto provocaba una evidente monotonía que la mezcla con lo grotesco ha podido combatir. Por­que crear una obra mediante la superposición de cosas bellas o sublimes no provoca, en opi­nión de Hugo, ningún contraste y termina por aburrir. En cambio, lo grotesco es una especie de paréntesis en medio de tanta monotonía y, además, al estar al lado de lo be­llo hace que pueda apreciarse mejor la belleza por contraste con lo que no es bello. Si todo es bello, la belleza misma pierde interés, no llama la atención.
Hugo sabe que van a criticarle el hecho de elevar lo grotesco a categoría estética por­que eso atenta contra las leyes del buen gusto y porque para la mentalidad neoclásica el arte tiene que corregir los aspectos desagradables de la Naturaleza: o los destierra o los recrea embelleciéndolos. Sin embargo, el escritor francés considera que si lo sublime representa al alma depurada por la moral cristiana, lo grotesco es la otra cara de la moneda, y personajes representantes de ambos conceptos deben aparecer en la literatura moderna porque la Hu­manidad está compuesta tanto por gente de comportamiento moral ejemplar como por gente dominada por las pasiones, los vicios, los crímenes, etc.
Para ilustrar la influencia de lo grotesco en el tercer tipo de civilización -la moder­na-, Hugo cita tres nombres: Ariosto, Rabelais y Cervantes. Según su opinión, en estos tres autores se encuentra mezclado lo bello con lo grotesco, aunque en ellos exista un claro predominio de lo grotesco y para Hugo lo ideal sea conseguir un perfecto equilibrio entre estos dos principios. Ese equilibrio lo consigue Shakespeare, considerado por Hugo como una especie de dios del drama.
Para concluir esta primera parte de su prólogo, Hugo insiste en que la poesía tiene tres edades que se corresponden con una época determinada de la sociedad: la oda (edad primi­tiva), la epopeya (edad antigua) y el drama (edad moderna). Dicho de otro modo: «los tiem­pos primitivos son líricos, los tiempos antiguos son épicos, los tiempos modernos son dra­máticos». El centro de atención de cada uno de estos géneros también va­ría. Así, según Hugo, la oda canta la Eternidad, la epopeya canta la Historia y el drama canta la Vida -por eso tiene que reflejada completamente, sin olvidarse de nada-. Los persona­jes de cada uno de estos géneros -asegura Hugo- son también distintos: los personajes de la oda son auténticos colosos -Adán, Caín, Noé-; los de la epopeya son hé­roes, auténticos gigantes -Aquiles, Orestes, Ulises-; los del drama son hombres de carne y hueso -Hamlet, Macbeth, Otelo-. Ahí se advierte claramente la progresión: de lo más exagerado a lo más real. Como se aprecian también con claridad las fuentes principales de cada uno de los géneros citados: La Biblia, Romero y Shakespeare.
Hugo va más allá en sus reflexiones y afirma que a cada una de etapas presentadas le corresponde un carácter determinado. Así, asegura que la etapa primitiva se caracteriza por su ingenuidad, la antigua por su simplicidad y la moderna por su verdad. Estas son las tres fases de la humanidad y hay que entender que Hugo se refiere a lo que domina en cada una de esas fases, lo que no quiere decir que en cualquiera de ellas no se encuentre lo presenta­do en las otras. Escribe hugo al respecto: «Y es que no hemos pretendido de ningún modo asignar a las tres épocas de la poesía un ámbito exclusivo, sino fijar tan solo su carácter do­minante».
Como lo que de veras le interesa a Hugo es hablar del drama y presentarlo como una combinación perfecta entre lo sublime y lo grotesco, pasa a hablar inmediatamente de las re­glas convencionales que los críticos neoclásicos han construido alrededor de este género y a presentarlas como una especie de encadenamiento forzoso del que es preciso liberarse.

6.2.3.

Sobre las tres unidades dramáticas

Hugo se opone a la distinción de géneros tan perseguida por el Neoclasicismo; la cali­fica de «arbitraria». También descree de las tres unidades. Solo acepta, por indis­cutible, la unidad de acción, que es la única que realmente exigía Aristóteles y de ahí que Hugo la considere «la única verdadera y fundamentada», la única que «está desde hace mu­cho tiempo fuera de toda sospecha». Defiende la unidad de acción porque se basa en una limitación humana: el hombre no puede ver más de un conjunto de cosas a la vez. Sin embargo, es consciente de que el respeto a esta unidad ha sido a veces ne­gativo porque algunos autores no han entendido bien y por unidad de acción entienden sim­plicidad de acción: una acción solamente a lo largo de todo el drama. Hugo sabe que unidad de acción quiere decir, simplemente, que ha de existir una sola acción principal, lo que de ninguna manera excluye la posibilidad de que aparezcan también acciones secun­darias que conduzcan hasta esa acción central y hagan que la obra sea más compleja.
Respecto a las otras dos unidades -la de tiempo y la de lugar-, para Hugo forman parte de un invento, de un «código pseudoaristotélico». Y desde luego acierta de pleno al señalar que quienes defienden la regla de las tres unidades lo hacen apoyándose en la verosimilitud sin darse cuenta de que esas unidades atentan justamente contra lo verosímil. Se refiere a que resulta totalmente inverosímil mantener la unidad de lugar, por ejemplo. Hacer que toda la acción pase en un único lugar obliga a ir concentrando allí a todos los personajes -lo que ya resulta bastante forzado- y a que existan personajes que vayan contando lo que ocurre en otras partes, que vayan informando de las acciones que tie­nen lugar en otras partes y son importantes para entender la acción principal. Por ejemplo: si la acción principal se concentra en un interior de un palacio hay que pensar que otras co­sas pueden haber ocurrido en la plaza pública, o en el templo, o en un cruce de caminos, y como no puede cambiarse continuamente el decorado para verlas directamente porque la uni­dad de lugar lo impide, entonces alguien tiene que contarlas. Incluso a veces es necesario un salto temporal para mostrar algo que ocurrió en el pasado y hay que trasladarse a otro lugar, y si esto no es posible, solo hay una manera de referirse a ese pasado: que alguien lo cuen­te. Por tanto, a Hugo le parece que enmarcar toda la acción en un único lugar será siempre algo artificial. Él prefiere los cambios de decorados porque así es también la vida: nos mo­vemos de un lugar a otro y nuestras acciones se desarrollan en distintos lugares. De todos modos, reconoce que no es bueno un abuso en los cambios de decorado porque eso puede confundir y cansar al espectador.
Y en cuanto a la unidad de tiempo -a la exigencia de que toda la acción transcurra en un máximo de veinticuatro horas-, también le parece ridícula y muy poco sólidos los argu­mentos que la sostienen. Hugo viene a decir que cada acción tiene una duración propia y un lugar concreto en el que transcurre, y no puede destinarse la misma dosis de tiem­po para todas las acciones. Eso es inverosímil y resulta muy forzado.
En resumen, las unidades le parecen a Hugo una especie de «jaula», una cárcel que im­pide la libre creación del artista. O como dice él mismo con una imagen perfec­ta: las unidades son unas tijeras con las que se le cortan las alas al genio. A quie­nes las defienden los llama «mutiladores dogmáticos».
Lo curioso es que al final del «Prefacio», cuando Hugo explica cómo ha construido su drama Cromwell, reconoce que esta obra se adapta a esa prescripción clásica de las unida­des, pero no por querer respetar ese dogma, sino porque es fiel a los hechos históricos en los que se basa. Sabe que escoger ciertos temas presenta obstáculos creativos: dar sal­tos temporales, cambiar el decorado, avanzar la acción, etc., pero cree que esto no pueden legislarlo los preceptistas, sino que tiene que quedar en manos del genio; él es quien tiene que resolver estos problemas creativos libremente, sin normas que coarten su libertad. Como ejemplos de poetas geniales presenta Hugo a Pierre Corneille - y aludirá a la famosa «Que­rella del Cid»- y a Racine -que no creó con absoluta libertad porque los prejuicios de su siglo lo paralizaron-, y con ellos querrá demostrar que pese a todas las trabas, los genios terminan por imponer su creatividad.

6.2.4. Sobre la imitación de modelos

También alude Hugo en su «Prefacio» al precepto clásico de la imitación de modelos. Y se esforzará en clarificar que hay dos tipos de modelos: los que se han convertido en mo­delos por su respeto ejemplar a las reglas clásicas y los que han servido para formular esas reglas. Estos últimos son para Hugo los auténticos genios: crearon libremente y luego otros elevaron a categoría de norma estética, lo que ellos hicieron. Como es obvio, esta idea que­da muy cerca de la concepción kantiana del poeta genial.
Hugo cuestiona incluso la idea misma de la imitación porque sabe que una imitación nunca supera al modelo original. Se pregunta al respecto: «¿El reflejo vale acaso la luz?». Imitar la perfección de los antiguos -asegura- es imposible porque ya no so­mos paganos como ellos, y una persona criada en la tradición cristiana nunca podrá sentir lo mismo que sintió un griego o un romano: cuando cambia la civilización, cambia la manera de sentir y el arte cambia también. Y además Hugo es consciente de que es absurdo preco­nizar la imitación de los antiguos porque su teatro es distinto del teatro moderno, y de algún modo insistir en imitar un teatro que se desarrolló en el pasado, manteniendo sus mismas ca­racterísticas, es perder toda la noción de evolución, de progreso. De hecho, el Cla­sicismo se caracteriza justamente por su incapacidad para entender la evolución artística: no hay un más allá después de los antiguos, ellos llegaron a la perfección y ya no puede hacer­se nada nuevo ni mejor; solo cabe la imitación. Para Hugo, esto equivale a defender la me­diocridad, a hacer apología de los puros imitadores, cuando el arte no debería aceptar nunca semejante conformismo. Cree que si a pesar de la exigencia de la imitación ha habido buenos poetas, se ha debido a que esos poetas de algún modo han conseguido hacer asomar su genio, es decir: se han escuchado a sí mismos y no se han limitado a imitar a los modelos. Pero la mayoría de imitadores no hacen más que seguir al modelo y por eso se fo­menta la mediocridad. Y Hugo cree que ha llegado la hora de poner punto final a los pre­ceptos y proclamar la libertad creadora: ni reglas ni modelos. En su opinión, las únicas le­yes que pueden existir son las leyes de la naturaleza y las que cada tema concreto compor­ta, y estas leyes no están contenidas en ninguna poética. Por otra parte, estas son las únicas leyes que el genio respeta. No las aprende, sino que las extrae de su conocimien­to directo de la realidad -de la naturaleza-, y las que se refieren al tema tratado las adivi­na por inspiración. Esta idea lleva a Hugo a acordarse de Lope de Vega, y cita aquellos ver­sos del Arte nuevo de hacer comedias en este tiempo en los que el poeta español dice que cuando ha de hacer una comedia encierra los preceptos con seis llaves, preceptos que cono­ce a la perfección, como lo demuestra -para que no puedan tildado de ignorante- al prin­cipio de su discurso, pronunciado ante una audiencia de académicos.

6.2.5. Sobre la autonomía del arte

Otro tema interesante abordado por Hugo en su «Prefacio» es el de si la realidad del arte es la misma que la realidad de la naturaleza. Este tema parece conducimos directamen­te a la ficcionalidad. Hugo se refiere a que el arte tiene sus propias leyes y a que, aunque tome como material cosas de la naturaleza, tiene luego que transformarlas. Por ejemplo, si se asiste a una representación del Cid, de Comeille, hay que aceptar ciertas leyes artísticas: que el Cid hable en verso, que hable en francés, que no sea el Cid histórico, sino un ac­tor que representa al Cid, etc. Y es que «el ámbito del arte y el ámbito de la Naturaleza son perfectamente distintos». Y, según Hugo, el drama tiene que ser un espejo en el que la naturaleza se refleje, pero un espejo que muestra lo reflejado ya de un modo distinto, «tocado por la varilla mágica del arte».
Cuando Hugo se refiere al propósito del arte -del drama-, sorprendentemente ve­mos que no está muy alejado de los principios neoclásicos: el arte tiene que divertir y ense­ñar. Lo que tiene que enseñar, más concretamente, es el interior y el exterior del hombre: sus costumbres y su conciencia. Como tiene que mostrar las costumbres de los hombres, el drama tiene que impregnarse del «color de los tiempos», tie­ne que ser capaz de recrear el espíritu de cada época, de cada siglo, y para eso es necesario mucha disciplina y estudio -precisamente la última parte de este «Prefacio» está destinada a explicar cómo Hugo se documentó rigurosamente sobre la figura histórica de Olivier Crom­well para poder escribir su drama-. Ahí vemos cómo se insinúa la combinación perfecta para el genio: mucho estudio combinado con inspiración. Para Hugo, esta es la fórmula que permite apartarse de la mediocridad, de lo común, y conseguir grandes logros artísticos. Y precisamente para apartarse de la mediocridad, Hugo hace una defensa del verso en el dra­ma, justo en un momento en el que ciertos autores y críticos empezaban a preferir la prosa. Cree que manejarse con la complejidad del verso tiene mucho más mérito y que defender la prosa para el drama es facilitar que muchos mediocres lo cultiven, pues es mu­cho más fácil escribir en prosa. Pero de todos modos, estas cuestiones sobre ver­so o prosa son cuestiones formales totalmente secundarias para Hugo; en su opinión, lo verdaderamente importante es que el autor sea un genio y que se arriesgue en la creación, que tome decisiones propias, que invente un es­tilo.
Hugo no pretende mostrar su propia poética, sino deshacerse de las poéticas neoclá­sicas. No quiere presentar un sistema de ideas nuevas, sino defender «la libertad del arte contra el despotismo de los sistemas, de los códigos y de las reglas». Combatir todo tipo de dogmatismo en arte. Es muy consciente del cam­bio de siglo y de que el siglo XIX tiene que sacudirse de encima la presión -la opresión­- del siglo XVIII, esa concepción del arte -el credo neoclásico- que impide a los genios desarrollar completamente su talento. Los jóvenes poetas no pueden entender ya el gusto artístico del siglo pasado que algunos críticos insisten en mantener. Los tiempos cambian y el arte evoluciona como evoluciona la lengua y como evoluciona todo en general. Es­cribe Hugo al respecto: «Ni las lenguas ni el sol pueden pararse. El día en que se fijan, mueren».
Con un tono esperanzador, Hugo advierte que ya se están manifestando signos de una nueva crítica literaria distinta a la neoclásica y también distinta al falso Romanticismo de ciertos autores. Esta nueva crítica romántica -piensa Hugo (1989: 92-93)- dejará de juz­gar las obras en función de reglas y géneros convencionales y lo hará basándose solo en las leyes particulares de cada obra concreta. Dejará de ser una crítica negativa, que busca solo defectos, y será una crítica de elogios, que señalará bellezas. Entre otras cosas, porque -como dejara ya claro Longino en su tratado Sobre lo sublime- no sirve de nada señalar defectos: todo el mundo los tiene, incluso los genios cometen errores, pero son errores pe­queños, sin ninguna importancia al lado de los grandes logros, que es lo que a la crítica debe interesarle realmente. Escribe Hugo al respecto: «El genio es necesariamente desigual. No hay montañas altas sin abismos profundos».
Por otro lado, Hugo, a diferencia de los neoclásicos, es muy consciente de la evolución artística, y por eso dice que ciertas cosas que pueden parecernos defecto de un autor puede que se deban a un gusto de época, a una moda, o a otras cuestiones que externamente influ­yen sobre él y que solo una rigurosa reconstrucción histórica puede advertir. La crítica nue­va comprenderá bien esto -piensa Hugo- y se interesará entonces por la intención del autor, por sus objetivos artísticos. Y, en definitiva, será una crítica que juzgue el arte por el placer que nos hace sentir.


domingo, 6 de noviembre de 2011

ESCRITURA DRAMÁTICA-TEMA2B-EJERCICIO

DIÁLOGO CONMIGO MISMO

Frente a una fotografía de tu infancia, escribe un texto dialogado en el que hables con el niño que fuiste y él te replique. Este texto será luego analizado por un compañero de clase, que intentará señalar en él la presencia de tu inconsciente como resorte creativo a partir de las teorías estudiadas en clase de Sigmund Freud. Además, analizará la presencia en ese diálogo contigo mismo del inconsciente colectivo (Jung). Tras ese doble análisis, el resto de la clase intentará dilucidar lo que hay de proyección del crítico en esa crítica y lo que hay de verdadero descubrimiento del inconsciente del autor del texto.

Escritura Dramática- Tema 2B-Teoría: Los sueños

LOS SUEÑOS Y EL INCONSCIENTE COMO RESORTE CREATIVO

En la tradición literaria es habitual el tema del sueño como metáfora de la vida del hombre (Shakespeare, Calderón, etc.). En El caballero de Ol­medo, también Lope de Vega utiliza los sueños, haciendo referencia en es­te caso a su dimensión mítico-reveladora:

ALONSO
De decirte me olvidaba unos sueños que he tenido.

TELLO
¿Agora en sueños reparas?

ALONSO
 No los creo, claro está, pero dan pena.

       TELLO
Eso basta.

ALONSO
No falta quien llama a algunos
revelaciones del alma.

SIGMUND FREUD Y EL PSICOANÁLISIS.-

Un aspecto de las relaciones sueños-creatividad, que es conveniente destacar, es la gran importancia que tiene en las teorías psicoanalíticas co­mo vía de acceso a imágenes, recuerdos y pulsiones emocionales guar­dadas en el inconsciente, que afloran así a nuestro presente. En palabras de Freud: «la forma en que se sirven los poetas de los sueños como medio auxiliar de la creación artística".
Si aceptamos las teorías psicoanalíticas -al menos como una lectura metafórica de ciertos fenómenos de la mente humana-, y su idea central basada en la existencia de procesos psíquicos que, comportándose activa­mente, no llegan a la consciencia del sujeto, es fácil dar el paso siguiente y enlazar los elementos fantásticos que intervienen en nuestros sueños con nuestra-creación, que se nutrirá, por tanto, con componentes del incons­ciente.
Existe, según Freud, un género de olvido que se caracteriza por 1o difí­cil que resulta despertar su recuerdo, como si una resistencia interna se opusiera a su resurgimiento. Ese material anímico no consciente se im­pondrá después, de una forma u otra, al sujeto, variando su intensidad en función de las características de la represión originaria y los complejos de culpa que genere. Y se manifestará en forma de sueño, delirio neurótico o creación según la personalidad del sujeto. De ahí la gran importancia que tiene, según esta línea de pensamiento, la conexión sueños-imaginación en la vida del escritor. De alguna manera, lo reprimido regresa siempre victorioso, viene a decirnos Freud, y uno de esos retornos posibles es la fantasía y la ficción, elementos esenciales de la creatividad.
Como ciencia independiente -es decir, ya al margen de la filosofía-, la psicología nace a finales del siglo XIX y se desarrolla con fuerza a lo largo del siglo XX, momento en que se fragmenta en una pluralidad de corrientes y enfoques: el Estructuralismo, el Funcio­nalismo-Conductismo, y el Psicoanálisis. Las dos primeras escuelas se centran en el com­portamiento humano, en cuestiones que pueden ser observadas mediante los sentidos, em­píricamente, mientras que la tercera de las escuelas citadas, el psicoanálisis, se interesa por la vida interior de la persona y estudia «las raíces últimas de la volición humana, del deseo: el impulso o instinto». Los procesos inconscientes de la conducta huma­na pasan así a primer término. Para el ámbito de la teoría y la crítica literarias, lógicamente, lo interesante es ver cómo desde estas distintas corrientes surgen una serie de herramientas que permiten enriquecer el comentario de las obras literarias. Y en este sentido, el psicoaná­lisis (o psicología analítica) adquiere una relevancia especial, pues es la corriente más rica  en enlaces con lo literario. En la base de todas las tendencias psicoanalíticas se encuentra sin duda la doctrina de Sigmund Freud, y, después de esta figura central, hay que destacar, so­bre todo teniendo en cuenta las aportaciones a la crítica literaria, a Carl Gustav Jung y a Jac­ques Lacan. Aunque podría hablarse también de otros destacados seguidores de Freud, como Otto Rank y Alfred Adler.
El psicoanálisis enfatiza la irracionalidad del comportamiento humano y postula la exis­tencia del inconsciente como motor impulsor de esta conducta. Suele tomarse la fecha de pu­blicación de La interpretación de los sueños (1900), de Freud, como el nacimiento del psi­coanálisis, que se irradia primero por Austria y pronto también por Alemania y Suiza. En 1906 se suman a esta corriente psiquiatras suizos como Eugen Bleuler y Carl Gustav Jung, y en 1908 se celebra la primera reunión internacional del movimiento psicoanalítico. En 1909, Freud y Jung son invitados por la Universidad de Clark, iniciándose la expansión del psicoanálisis en Estados Unidos. Puede decirse que en la década de 1920 está ya fuertemen­te arraigado tanto en Europa como en América.
En un principio, Freud propugnaba como terapia el método catártico, que consiste en liberarse de los traumas mediante su verbalización. Pero luego sustituyó este método por el de la asociación de ideas, basado en el hipnotismo, que había sido descubierto por Armand­ Marie-Jacques de Chastenet, marqués de Puysegur (1751-1825), y continuado luego por Auguste Liebeault (1823-1904) y por Jean-Martin Charcot (1825-1893), sin duda el más im­portante de los precursores franceses de Freud.
Para comprender las aportaciones del psicoanálisis a la crítica y a la teoría literarias resulta indispensable conocer bien los conceptos fundamentales con los que trabajaba Sigmund Freud.
Al estudiar la estructura de la personalidad, Freud afirma que el aparato psíquico fun­ciona mediante una serie de sistemas relacionados entres sí: el inconsciente, el preconscien­te y el consciente. El inconsciente está constituido por lo que Freud denomina «pulsiones in­natas» y por deseos y recuerdos reprimidos que intentan volver a la conciencia. Las «pul­siones» (a veces llamadas «instintos») hacen referencia a «la carga energética que mueve al organismo hacia un fin». Las hay de dos tipos: pu1siones de vida y pul­siones de muerte. Las primeras tienden a mantener la vida y a prolongarla, y ahí caben tan­to los instintos sexuales como los de autoconservación. En cuanto a las segundas, las de muerte, tienden al reposo, a la supresión de tensiones. Como se ha dicho ya, además de las pulsiones, el inconsciente es un lugar (un topos) en el que habitan recuerdos y deseos repri­midos que tratan de volver a la consciencia. Existe, sin embargo, algo que lo impide: la cen­sura. La censura es la función que deforma esos recuerdos y deseos reprimidos para que pue­dan pasar (solo así: deformados) al ámbito de lo consciente. Destacando «el carácter total­mente extraño del inconsciente», escribe Terry Eagleton sobre esta zona del aparato psíquico «que es a la vez lugar y no-lugar, completamente indiferente ante la realidad, que descono­ce la lógica, la negación, la casualidad y la contradicción, por estar irrestrictamente entrega­do al juego de los impulsos del instinto y a la búsqueda del placer» (1993: 188).
En cuanto al segundo sistema de la estructura de la personalidad, el preconsciente, hay que señalar que está formado por contenidos que pueden acceder fácilmente a la consciencia y que, si no acceden, es simplemente porque no han sido actualizados, pero pueden serlo en cualquier momento. Así, el preconsciente es una especie de almacén en el que se mantienen recuerdos y conocimientos mientras no pasan a la consciencia. Precisamente, en este paso de la fase preconsciente a la consciente sitúa Freud una segunda censura que no es deformante como la primera, sino selectiva: su función es evitar que pasen a la consciencia preocupa­ciones perturbadoras y que puedan desviar la atención.
El último sistema dentro de la estructura de la personalidad es el consciente, que se si­túa en la periferia del aparato psíquico y recibe las informaciones procedentes del mundo ex­terior y del mundo interior: sensaciones (tanto de placer como de displacer) y recuerdos, vi­vencias.
Freud habla además de «defensas inconscientes», una serie de operaciones que el apa­rato psíquico pone en funcionamiento en beneficio del individuo, del «yo». Estas defensas actúan sobre (o contra) los recuerdos y fantasías que puedan tener algún efecto perjudicial para el sujeto. Entre los principales mecanismos de defensa destaca la represión, «operación por la cual el sujeto intenta mantener en el inconsciente ciertas representaciones {pensa­mientos, recuerdos, imágenes) ligadas a la pulsión» (Paraíso, 1995: 27). La represión es una defensa porque actúa cuando la satisfacción de la pulsión puede resultar problemática para el «yo».
Otro mecanismo de defensa es la proyección, operación por la cual el sujeto localiza en otro ser pulsiones, sentimientos o deseos que extrae de sí mismo pero que rechaza. Es algo muy frecuente en los fenómenos de paranoia y de superstición. Se adjudica a otros senti­mientos y deseos que son en realidad propios. No hay que confundir la proyección con otro concepto freudiano: la transferencia. Esta se refiere a una maniobra clave en psicoanálisis para la curación del paciente. En el transcurso del tratamiento, inconscientemente el enfermo transfiere al analista los conflictos psíquicos que lo perturban y va así liberándose de ellos.
La sublimación es también una defensa que consiste en desviar hacia un fin no sexual lo que nace en realidad de la pulsión sexual. Esta pulsión resulta sublimada al ser derivada hacia actividades social o moralmente elevadas, como es el caso de la creación artística y de la investigación intelectual.
Cuando los deseos quieren salir del inconsciente y el «yo» los bloquea defensivamente se produce un conflicto interno cuyo resultado puede ser la neurosis (ya sea obsesiva, histé­rica o fóbica). El enfermo presenta síntomas que lo protegen contra los deseos inconscientes y a la vez expresan encubiertamente estos deseos. Como luego se verá, a esto lo denomina Freud una «formación de compromiso». Ante esta situación, el objetivo que se marca el psi­coanalista es «descubrir las causas ocultas de la neurosis para librar a los pacientes de sus conflictos y hacer que desaparezcan los síntomas inquietantes». Más difícil resulta hacer frente a la psicosis porque, a diferencia del neurótico, el psicópata no puede reprimir sus deseos inconscientes y se encuentra dominado por ellos, pierde todo con­tacto con la realidad y sufre alucinaciones.
En la estructura de la personalidad localiza también Freud tres instancias: el yo, el ello y el súper-yo. La primera de ellas, el yo, representa los intereses del sujeto. No es innata, sino que se forma -según Freud- entre el sexto mes de la vida humana y los tres años. En su relación con las pulsiones del mundo, el yo se protege mediante los mecanismos de defensa. El ello representa el polo pulsional de la personalidad, pues está formado por pul­siones innatas que tratan de satisfacerse. En cuanto a la tercera instancia, el súper-yo, remi­te esta a la interiorización, por parte del niño, de la ley paterna y de las normas sociales, con sus exigencias y prohibiciones. Esta instancia está vinculada, pues, a la conciencia moral, la auto-observación y la formación de ideales. Hay que tenerla muy en cuenta porque sobre la especie humana «pesan exigencias casi intolerables de una civilización edificada sobre la represión del deseo y la postergación del placer».
Por otra parte, Freud anuncia dos principios fundamentales del funcionamiento de la psique: el principio de placer (cuya finalidad es procurar lo placentero y evitar su ausencia) y el principio de realidad (que a menudo se opone al principio de placer y lo modifica, pues hace que la búsqueda de la satisfacción por parte del sujeto no se lleve a término por el ca­mino más corto, sino ajustándose a las condiciones impuestas por el mundo exterior, por la realidad).
Otro de los conceptos básicos con los que trabaja Freud, posiblemente el más conoci­do de los suyos y, de hecho, central en su obra es el del complejo de Edipo.
Consiste en amar al progenitor del sexo contrario y desear la desaparición (simbólicamente: muerte) del progenitor del propio sexo, considerado como rival para poseer en exclusiva el amor y la atención del progenitor del sexo contrario. El perío­do en que el niño (o niña) vive el complejo de Edipo oscila entre los 3 y los 5 años.
Relacionado con el complejo de Edipo está la amenaza de castración: el niño, ante el enigma de la diferencia anatómica entre ambos sexos, imagina que si la niña no tiene pene es porque ha sido castrada y entonces teme que a él le suceda lo mismo, que su padre, como castigo por sus deseos incestuosos (aquí asoma el complejo de Edipo), trate de castrarlo. Si el niño siente esta angustia, la niña, por su parte, siente su supuesta castración como una des­ventaja que intentará negar o compensar de algún modo. Es lo que se conoce como envidia del pene: la niña desea poseer un pene, ya sea externamente (para ser igual al niño) o inter­namente (con lo que aflora el deseo de tener un hijo). Es obvio que, al tratar estos temas, Freud no deja de ser un reflejo de su sociedad, totalmente dominada por el elemento mas­culino.
La superación del complejo de Edipo se produce cuando, ante la amenaza de la castra­ción como castigo, el niño decide ajustarse al principio de realidad y reprimir sus deseos in­cestuosos. Acepta entonces la autoridad del padre y hasta se identifica con él, pues lo ve como lo que llegará a ser él mismo en el futuro: un patriarca. Haciendo así las paces con su padre, el niño asume el papel simbólico de la masculinidad y supera su complejo de Edipo. Si este complejo no llega a ser superado, el niño quizá quede incapa­citado -según Freud- para el papel de padre, y muy probablemente coloque la imagen de su madre por encima de cualquier otra mujer, lo que puede conducir a la homosexualidad, pues ninguna mujer resiste la comparación con la madre. Además, la idea de que todas las mujeres están castradas puede haberlo traumatizado hasta el punto de incapacitarlo para go­zar con ellas en relaciones sexuales satisfactorias.
Los psicoanalistas se han planteado a menudo si el complejo de Edipo se da exacta­mente igual en la niña y en el niño. Freud pensaba al principio que sí, pero luego cambió de opinión, aunque creyó que podía hablarse tanto en un caso como en el otro (tanto en la niña como en el niño) de complejo de Edipo. Jung, por el contrario, creía que, para el caso de la niña, era mejor hablar de «el complejo de Electra». Para comprobar cómo el funcionamien­to del complejo de Edipo es notoriamente distinto para la niña, basta con leer este resumen de Terry Eagleton:

La niñita, al darse cuenta de que es inferior porque está castrada, se aleja desilusionada de su madre, igualmente «castrada», y concibe el proyecto de seducir a su padre; pero como este proyecto está condenado al fracaso, tiene finalmente que volver -a regañadientes- a la madre, identificarse con ella, asumir el papel que corresponde a su sexo femenino, y substi­tuir el pene que envidia, pero que nunca podrá poseer, con un hijo que desea recibir de su pro­pio padre.

JUNG Y EL INCONSCIENTE COLECTIVO.-

El concepto más conocido de la psicología de Jung es, sin duda, el del inconsciente co­lectivo, claramente relacionado con los estudios antropológicos sobre el mito y sobre ritua­les primitivos. Con este concepto, Jung hace alusión a una especie de depósito constituido por toda la experiencia ancestral de la humanidad, experiencia acumulada que inconsciente­mente afecta a todos los individuos y que, en cierto modo, los determina. El inconsciente co­lectivo puede ser visto como depósito inagotable de conocimientos, pero también como fuen­te de problemas. Si el inconsciente individual postulado por Freud contiene los elementos ol­vidados y los reprimidos por el sujeto, el inconsciente colectivo de Jung va más allá y contiene «el fondo común de la Humanidad». Pero Jung no deja de ha­blar del inconsciente individual; lo hace, por ejemplo, al referirse a los complejos. Para él, el complejo remite a una experiencia personal de tipo traumático o emocional que se sitúa en el inconsciente individual y que está en última instancia relacionado con el inconsciente colectivo. El método de la asociación de ideas permitía a Jung sacar a la luz algunos com­plejos; pero éstos podían manifestarse también en los sueños. Este último caso lleva a Jung a hablar de los arquetipos: «motivos que se repiten y con significación casi idéntica tanto en sueños y fantasías individuales como en la mitología y el folclore de pueblos diversos». Los arquetipos están, pues, relacionados sobre todo con el inconsciente co­lectivo. Son, de hecho, lo que de la experiencia común de la humanidad se filtra en el in­consciente individual de un sujeto. Tienen un carácter universal antropológico. Como dice Isabel Paraíso, su «huella permanece en cada cerebro individual». En los sueños se manifiestan normalmente en forma de símbolos. Los hombres primitivos organizaban sus tabúes y sus creencias alrededor de ciertos arquetipos que de algún modo marcan ya a toda la humanidad, y aunque el hombre moderno cree que vive al margen de ellos, lo cierto es que siguen marcándolo, según Jung. Los dioses y demonios no desaparecen; solo cambian de nombre.

EL INTÉRPRETE COMO COMPONENTE DEL CONTEXTO.-

"Si la obra de arte, como toda acción humana por lo demás, es en el fondo proyección de las instancias del autor, es también el objeto sobre el que el lector proyecta sus propias instancias. Conviene atender a este aspecto, por sí mismo tan problemático, antes de seguir adelante. Cada lectura, cada interpretación supone el encuentro de dos subjetividades, y ello no puede olvidarse a la hora de la pretensión de objetividad. ¿Es lo que decimos acerca de lo que un texto dice lo que en realidad dice o lo que le hace­mos decir? Mannoni ha advertido esta cuestión, no como escollo, sino como propuesta en sí mismo también. El psicoanálisis ha situado al intérprete dentro del propio contexto, del campo de lo interpretado. Una lectura es un acto de selección. Basta, simplemente, una relectura ulterior para caer en la cuenta de cuánto hubimos de dejar de «ver», viendo, no obstante, anteriormente, y cuánto «vemos» ahora, que no asegura de lo que aún hemos de dejar de ver. En la indagación que ve­rificamos, una vez que nos situamos más allá de la semántica, la fusión del objeto y sujeto es inevitable y, del mismo modo que en la acción psicoterapéutica, el psicoanalista es a su vez psico­analizado, o, mejor dicho, simultáneo objeto del psicoanálisis. La fusión inevitable del objeto y sujeto amplía el campo del aná­lisis al sujeto -intérprete, hermeneuta- proyectado en el objeto -la obra.


PSICOANÁLISIS Y LITERATURA.-

Para algunos autores, la influencia del psicoanálisis en el campo de lo literario ha sido tan decisiva que incluso ha llegado a alterar la manera de leer las obras literarias. Incluso se dice que las técnicas de interpretación psicoanalítica ayudan a la mejor comprensión del texto literario y que suponen también una gran ayuda para la teoría y la crítica literarias. Aunque también se recuerda que la literatura ha sido una de las principales fuentes de in­terpretación del psicoanálisis. En cualquier caso, es obvia la relación entre teoría psicoana­lítica y literatura. Ciertamente, el hecho de que la obra de Freud esté impregnada de cultu­ra germánica hace que el psicoanálisis mantenga estrechos lazos con la literatura románti­ca del siglo XIX, en la que, como se sabe, el elemento irracional resulta decisivo. Además, autores románticos como Tieck y Schopenhauer defendieron antes que Freud el origen se­xual del arte. Y notoriamente cercana a la concepción freudiana de los impulsos perversos y autodestructivos se encuentra la fascinación de autores como Baudelaire, Shelley o Poe por lo siniestro. Del mismo modo, puede decirse que la importancia del tema del sueño en los románticos encuentra su culminación en la obra de Freud. Por otra parte, para com­prender muchos fenómenos literarios del siglo XX, el psicoanálisis resulta determinante. Basta pensar en la «escritura automática» del Surrealismo y en ciertas técnicas narrativas como el fluido de conciencia, recursos, ambos, basados en la técnica terapéutica de la aso­ciación libre de ideas y, por tanto, en un claro intento de permitir que el inconsciente aflo­re directamente.
Según Carlos Castilla del Pino, la incidencia del psicoanálisis en la literatura se ha cen­trado en cuatro aspectos básicos:

1. La dilucidación del proceso de creación.
2. La significación del texto, es decir, de la obra, en tanto biografía «profunda» -oculta, inconsciente- del autor.
3. Las significaciones y metasignificaciones -es decir, sobre la simbólica- del contenido del texto referidos a problemas genéricos del ser humano.
4. La relación del tema del texto para el lector, incluido el hecho del goce estético.
Dentro de la línea crítica freudiana destacan, además de Charles Mouron, los represen­tantes de la denominada crítica temática, entre quienes cabe destacar a Georges Poulet, a Jean Starobinski, a Jean-Pierre Richard, a Jean-Paul Weber (que fue quien primero habló de «crí­tica temática») y, en cierto modo, también a Roland Barthes (Paraíso, 1995: 145). Este tipo de crítica se preocupa fundamentalmente por hallar el «tema» o «red organizada de obsesio­nes» que es central en la obra de un autor. En última instancia, se cree que cada autor tiene un tema único relacionado con algún acontecimiento olvidado que vivió en su infancia.
En cuanto a la línea crítica junguiana, hay que destacar sobre todo al suizo Charles Bau­douin, a los franceses Gastan Bachelard y Gilbert Durand -máximos exponentes de la lla­mada «poética del imaginario»-, y al canadiense Northrop Frye, destacado representante del Myth Criticism, corriente basada en la creencia de que existen unos universales literarios (los mitos) en la base de toda obra concreta.