lunes, 12 de diciembre de 2011

DRAMATURGIA. TEMA 2. REALISMO Y NATURALISMO. EJERCICIO

A partir de las teorías positivistas de Taine y de sus conceptos de raza, medio y momento, situar a un personaje dramático de vuestra elección en Cáceres en 2005 y en 2011 y desarrollar cuál sería su evolución lógica, según las teorías naturalistas, en cada uno de esos años.

DRAMATURGIA. TEMA 2. EL ROMANTICISMO. VÍCTOR HUGO. EJERCICIO 2

Buscar en Cáceres cinco escenarios para los cinco actos de Hernani y mostrarlos al resto de los compañeros de clase razonando la elección.

ESCRITURA DRAMÁTICA-TEMA2C-EJERCICIO

UN MONÓLOGO EMOCIONANTE Y EMOCIONADO

Escoger entre uno de estos dos ejercicios para exponerlo en clase:

1.-Leer la información periodística del día y dejarse llevar por la emoción como resorte creativo. A partir de una noticia que encienda nuestra emoción y nuestra imaginación, escribir un monólogo emocional-pasional, explosivo e indignado para leerlo en clase.

2.-A partir de la lectura de la información periodística del día, centrarse en un hecho que apele a nuestra razón y a nuestro sentimiento y componer un monólogo emotivo-racional para leerlo en clase.

Nota: la lectura puede ir acompañada de música, imágenes, etcétera.

  

Escritura Dramática- Tema 2C-Teoría: Los sentimientos y las emociones

SENTIMIENTOS Y EMOCIONES COMO RESORTES CREATIVOS
Sentimientos: estados afectivos originados a partir de ideas y valores culturales, que suelen ser de larga duración y de media o baja inten­sidad.
Emociones: estados de conciencia agradables o penosos, de breve duración, alta intensidad, acompañados de modificaciones físicas evidentes, y que no se regulan voluntariamente.

La personalidad creativa de tipo más subjetivo parte del terreno afecti­vo e íntimo para explicar el mundo. Sus mecanismos creadores se ponen en marcha a partir de su emocionada mirada personal. Eduardo de Filip­po, el gran autor de teatro popular italiano, dice que a la hora de escribir todo se inicia con un estímulo emotivo: "reacción ante una injusticia, des­precio hacia la hipocresía mía o de otros, solidaridad hacia una persona o grupo, rebeldía frente a las leyes superadas o anacrónicas, temor ante la idea de una guerra...»
Anton Chéjov es otro de los autores que escribe desde las estimulacio­nes emotivas, y desde allí trata de penetrar y descubrir los sentimientos ocultos que aprisionan a sus personajes. Detrás de una apariencia de coti­dianidad en la que apenas pasa nada, el mundo interior de los personajes chejovianos es una tormenta que, aunque imperceptible, está siempre a punto de estallar. Es comprensible que Stanislavski, tan interesado en las vivencias emocionales, se inclinara por sus obras y las utilizara para llevar a la práctica su método de enseñanza para los actores, basado en el aflorar de las emociones orgánicas de los mismos. La escritura es, así, para este ti­po de autores, el lugar donde lo latente del interior del hombre se va a ma­nifestar en el transcurso de la acción.
Por el contrario, existe otro modelo de personalidad creativa más ob­jetiva y racional, que trata de canalizar la imaginación y percepción del mundo por medio de los procesos intelectuales. Lo que es necesario ex­presar, para este tipo de escritores, es la realidad vista con la mirada de la objetividad. Henrik Ibsen construye, así, sus argumentos y sus persona­jes desde lo real, en la relación individuo-sociedad. Algunos de los títulos de sus obras en sí mismos ya son significativos: Los pilares de la socie­dad, Un enemigo del pueblo, Espectros, etc. No quiere decir que su teatro no contenga elementos emocionales, sino que el punto de vista del au­tor, ante ellos, es diferente. Es necesario observar cómo estas dos co­rrientes opuestas se refieren tanto a la valoración que dan al factor emo­cional, como a la finalidad poético-filosófica de la obra. Basta recordar los casos bipolares y significativos en este aspecto de Camus-Sartre, o de Brecht -Stanisla vski.
Stanislavski nos dice en su sistema que lo más importante para un crea­dor es encender la imaginación, y, por medio de ella la emoción; mientras que para Brecht, que no apela tanto al sentimiento como a la razón de los espectadores, la circunstancia social y política donde se inserta la vida del personaje es la causa de sus respuestas emocionales, el lugar en donde se instala la ficción.
Emoción y razón son, por tanto, dos puntos de referencia en los que se asienta el deseo del autor en su posible comunicación con el espectador

Dramaturgia. Teoría. Tema 2: Las reglas del teatro hasta el siglo XIX. Realismo y Naturalismo.

EL REALISMO Y EL NATURALISMO
El realismo es una corriente estética cuya emergencia se sitúa históricamente entre 1830 y 1880. También es una técnica apta para traducir objetivamente la realidad psi­cológica y social del hombre.
La palabra realismo aparece en 1826 en el Mercure français para reagrupar las estéticas que se oponen al clasicismo, al romanticis­mo y al arte por el arte defendiendo una imitación fiel de la «naturaleza». En pintura, COURBET reúne algunas de sus telas en una sala titulada «Del realismo». En la literatura francesa, el movimiento realista engloba a una serie de novelistas preocupados por ofrecer una pintura precisa de la sociedad, como STENDHAL, BALZAC, CHAMPFLEURY, DUMAS o los GONCOURT. En todas las artes empieza a esbozarse un retrato del hombre o de la sociedad, la representación realista in­tenta dar una imagen que considera adecua­da a su objeto, sin idealizar, interpretar per­sonal o incompletamente lo real. El arte realista presenta signos icónicos de la reali­dad en la cual se inspira.

"Realismo" debería ser -algo bastante simple de definir. Una obra realista se escribe en el lenguaje familiar. Puede situarse en el tiempo de Aníbal, como sucede en la obra de Sherwood Camino a Roma, pero sus personajes hablan en forma natural y su psicología es la psicología de los hombres y las mujeres tal como la entendemos hoy. En la obra realista, las cosas parecen sucederle a la gente en una forma tan natural sobre el escenario, como plausible e inevitablemente podrían acontecer en la vida real. El realismo tiene ante sí dos difíciles tareas. Una, alcanzar la elevación de espíritu y de expresión, y otra, obtener un incitante efecto dramático sin violar la sensación de naturalidad.
El realismo sería bastante fácil de reconocer y de definir si el problema no se complicara al existir otro nom­bre para una obra que no es romántica ni clásica. Evi­dentemente, la esencia del realismo es que las obras que pueden calificarse con ese nombre han de parecer natu­rales; pero la palabra "naturalismo" fue inventada hace casi cien años para aplicarla a una forma muy especial de naturalidad. A partir de 1868, el gran Émile Zola aplicó este término a sus novelas, y a las de Edmond y Jules de Goncourt. Zola también la aplicó -lleno de esperanzas- al drama. Su naturalismo era un producto de las teorías científicas de la herencia y de la evolución que asociamos al nombre de Charles Darwin y a su obra El origen de las especies, pero que Zola adoptó asi­mismo de los escritores franceses. En un plano filosófico, quiere decir que todos los hombres están gobernados por las llamadas "leyes" de la herencia y por la influencia del medio, que es también un producto de la herencia. En esta forma, al estar la mayoría de los hombres despro­vistos de libre albedrío, están condenados a la desdicha. Juntamente con este punto de vista pesimista de la socie­dad -reforzado por el vicio y la miseria tan extendidos en buena parte de París bajo el Segundo Imperio de Luis Napoleón- advino una teoría literaria. Para Zola, escribir una obra de teatro o una novela era simplemente cues­tión de observar y registrar hechos. La imaginación y la invención eran innecesarias. Una obra teatral era un do­cumento científico, "una rebanada de la vida". La gente y sus actos tenían que describirse como cosa verdadera, y no en forma organizada artísticamente. Zola y quienes lo seguían no pudieron reconocer que, en lo que hace al teatro, esto era una palmaria imposibilidad. Además de la observación, tiene que haber selección y organización,
imaginación e inventiva. De otro modo no puede ejercer­se en el teatro un efecto satisfactorio sobre el auditorio.
Cosa rara, las obras teatrales de Zola y de los herma­nos Goncourt, aunque fueron fracasos teatrales, nunca fueron verdaderamente naturalistas. Pero la obra de estos tres autores -principalmente por las novelas y las polé­micas de Zola- ejercieron un efecto considerable sobre el teatro francés. Desgraciadamente, en lo que concierne a las definiciones, la escuela de Zola sembró confusión. En la actualidad se utilizan demasiado las palabras "na­turalismo" y "realismo" como si fueran términos idénticos e intercambiables, para calificar la misma cualidad real, o natural, en la mayor parte de las modernas obras tea­trales.

EL ADVENIMIENTO DEL REALISMO-NATURALISMO

El teatro moderno nace con el realismo, del que el naturalismo es su inevitable acentuación. Cualquier puesta en escena actual de Ibsen, Chejov u O'Neill permite reconocer referencias a nuestro tiempo y a nuestras preocupaciones, como si fuéramos sus contemporáneos. Esta apreciación la podemos extender a sus modos de exposición dramáti­ca, formas y técnicas, y a sus exigencias con respecto a la representa­ción. Sin embargo, entre Ibsen y Buero Vallejo, por poner un ejemplo de realismo actual, median más de ochenta años. No se puede decir lo mismo del teatro precedente, drama romántico y postromántico. A este último hemos de ubicarlo en otro tiempo, un tiempo pasado que nos concierne bastante menos, por muchos atractivos que encie­rre. Llevamos, pues, más de un siglo de teatro realista, y todavía man­tienen su vigencia determinados autores y obras.
Se dice que desde el Romanticismo hasta las primeras manifesta­ciones naturalistas en el teatro europeo se produce un lamentable ba­che. En realidad, durante esos años la tendencia más notable es la que prefigura la nueva estética realista. Ya en plena exaltación romántica se propugnó la necesidad de una representación más acorde con la realidad. En la mayoría de los casos, eso chocaba con los textos: temas, historias, lenguajes, elementos descriptivos, etc., no conectaban con lo cotidiano, con la realidad del espectador. Es muy significativo al respecto que las piezas consideradas intrascendentes o incluso irrepresentables fuesen precisamente aquellas que implí­citamente reconocían la saciedad de la representación romántica. Es el caso de algunos proverbios-comedias de Musset, de las piezas tardías de Víctor Hugo agrupadas en su Teatro en libertad (1865-1867), de Kleist y de los dramas sobre la historia reciente, de Büchner. Pero es muy cu­rioso y significativo que las mejores obras de estos autores permane­ciesen durante mucho tiempo sin representar; lo que nos hace enten­der que cuando un dramaturgo se adelanta a la escena de su tiempo, ésta le impondrá una larga espera, con riesgo de desfase, del que solo se salvan las grandes obras. Eso sucedió con las representaciones tar­días de Lorenzaccio de Musset, o de Woyzeck y La Muerte de Danton, am­bas de Büchner.
Durante los años de transición al realismo-naturalismo, Europa vol­vió la vista a Francia. A falta de otros modelos, ahí estaba AUGUSTIN­ EUGENE SCRIBE (1791-1861), un maestro en enredos y peripecias, que sabe llevar las acciones al límite, antes de desenmarañar la madeja. Ese breve esquema es el de la pièce bien faite, en expresión personal del autor, que hará fortuna en el teatro realista. Aún en plena época romántica, Scribe orientó la escena hacia la comedia de costumbres, pero en reali­dad, más que a su ingenio romántico, su notoriedad se debe a los cons­tantes estrenos que realizaba, hasta alcanzar las casi cuatrocientas obras.
Al nombre de Scribe hay que añadir el de ÉMILE AUGIER (1820­1889), que se inicia en la comedia burguesa para pasar a la crítica de la vida moderna en El yerno del señor Poirier (1854), actualización de El burgués gentilhombre de Moliere. Por su lado, ALEXANDRE DUMAS (1824-1895), tras el éxito de su drama postromántico La dama de las ca­melias, se desviará hacia un prerrealismo moralizante: El hijo natural (1858), Las ideas de Mme. Aubray (1867) y Monsieur Alfonso (1874). En esta breve relación es justo mencionar igualmente a VICTORIEN SARDOU (1831-1908), que cultivó todos los géneros y tendencias, y a EUGÈNE LABICHE (1815-1888), cuya comedia Un sombrero de paja de Italia (1851) -que aún hoy se sigue representando con éxito- anuncia el nuevo vode­vil francés, en el que destacará más tarde GEORGES FEYDEAU (1862-1921).
Estamos a las puertas del naturalismo, mas con un ir y venir de ex­periencias que caracterizan la inconstancia realista, y afirman la difi­cultad de establecer compartimientos estancos en arte. La primera constatación de ello es de carácter histórico. En 1857 aparece en Fran­cia la que la crítica considera la máxima novela realista del siglo, Ma­dame Bovary, de Gustave Flaubert. Los pasos de la protagonista, el am­biente que la rodea en la pequeña ciudad de provincias en que vive, los giros todos de su alma, aparecen descritos de tal modo que resulta difícil, en su lectura, no sentirse transportado al marco de la acción, y que, aún hoy, viajeros por la Normandía de Emma Bovary, parece como si el paisaje hubiera copiado al libro. Con Madame Bovary, varias veces adaptada al teatro y al cine, se mostraba el arte realista, aquel que consigue hacernos ver la realidad en la que vivimos y nos movemos, esa realidad que por pereza o por rutina no llegamos a advertir y en la
que no llegamos a penetrar.
Pero ésa no es la única tendencia del momento. El mismo año de Madame Bovary aparece otro libro que marcará gran parte del arte moderno hasta nuestros días: Las flores del mal de Baudelaire. En él se con­firma la tendencia postromántica, se anuncia el simbolismo y se pro­fetiza el surrealismo del siglo xx. Cinco años después, en 1862, surge el voluminoso relato de Víctor Hugo Los miserables, donde el elemento épico, que se adelanta al socialismo naturalista de fin de siglo, queda enmarcado en una historia melodramática. Estos ejemplos hablan cla­ro de la imbricación de unas tendencias en otras, imbricación que po­demos advertir desde la segunda mitad del siglo XIX hasta nuestros días, con alternados predominios de tales estilos diversos.
La segunda constatación del fenómeno antes mencionado es de ca­rácter estético, y se refiere a la inconstancia de esos propios dramaturgos realistas, dentro de este marco estilístico. Flaubert necesitaba esca­par del detallismo realista y dar rienda suelta a su fantasía e incons­ciente. La mejor prueba de ello la tenemos en la constante reescritura de La tentación de San Antonio, inmensa obra del teatro de la imaginación, cuya realización solo las actuales técnicas cinematográficas po­drían abordar. O el mismo Zola, que siente la necesidad de descansar, tras su enorme esfuerzo naturalista, para ofrecer historias, como la na­rrada en Ensueño, en la que la criada Angélique, que ha crecido a la sombra de la catedral de provincias, nos muestra sus sueños y fantasías de amor por el Cristo y los santos multicolores de las vidrieras. Por consiguiente la práctica totalidad de los naturalistas evolucionaron ha­cia el simbolismo, de no impedirlo la muerte prematura de algunos, como Chejov. Naturalismo y Simbolismo influirán en la mayoría de las tendencias dramáticas del siglo xx.

ZOLA Y LA TEORÍA DEL ARTE NATURALISTA

El advenimiento del teatro naturalista ocurre con evidente retraso respecto de la novela. Así lo señala Zola, quien lo achaca a que el teatro representa «el último bastión del convencionalismo», lo que no encajaba en el científico siglo XIX. Si el XVII fue el siglo del teatro, vino a decir Zola, el XIX había de ser el de la novela; y aunque así lo crea, y a posteriori la historia lo confirme, el autor no arrojó la toalla del teatro, antes bien propugnó la necesidad y posibilidad de una escena adecua­da al nuevo estilo: «El teatro será naturalista o no será.»
En 1881, Zola resumiría todas estas ideas, que de tiempo atrás le venían preocupando, en un texto cuyo enunciado, El naturalismo en el teatro, no podía ser más explícito. Fiel a la idea ya aplicada a la novela de que el medio determina el comportamiento, Zola se detiene en los elementos que, en el teatro, representan ese medio: el decorado, el ves­tuario y los accesorios. Razonará que nuestra época no puede ya acep­tar el escenario vacío de Shakespeare, ni los espacios convencionales y neutros de los clásicos franceses. Se pregunta cómo puede ser creíble una representación, dar eco de la vida cotidiana, si el medio en el que se mueven los personajes es convencional, falso, de objetos pintados, con actores y actrices que salían a escena maquillados y vestidos siem­pre de gala.
Pero había que hacer mayores cambios aún para acertar con la re­presentación objetiva. Había que desterrar los tonos declamatorios, grandilocuentes, en la dicción de los intérpretes. Había que cambiar los gestos si se quería desmentir a los críticos que, ironizando sobre los intentos naturalistas, hablaban de «sus actores falsos en medio de de­corados verdaderos». Algunos dramaturgos también solicitaban esta naturalidad en escena. Valga como ejemplo esta acotación de Sardou: «Los actores se sientan en torno a una mesa situada en el centro y ha­blan con toda naturalidad, mirándose unos a otros como ocurre en la realidad.» Pese a estos deseos, a los comediantes les era difícil suprimir sus modos de actuar; dejar de responder a los aplausos repitiendo, como en la ópera, sus parlamentos más celebrados; en definitiva, ceder a los caprichos del público, otro factor de difícil cambio.
Ciertamente hubo en esta época actores de talento, intermediarios entre el antiguo y el nuevo estilo. Actrices como Sarah Bernhardt, Ga­brielle Réjane y la famosa Rache1 pasearon su arte por Europa, justifi­cando el culto a la vedette que denunciaría Stanis1avski viendo en Moscú a la Bernhardt. Los mejores intentos naturalistas (los Meininger, Antoi­ne...) borrarán estos individua1ismos para insistir sobre la representación como un acto colectivo.
A distancia de estos hechos, es fácil advertir hoy día los aciertos y desaciertos de Zola. Entre los primeros está el haber roto las barreras moralistas del público burgués, poniendo en entredicho la moral bur­guesa y sus comportamientos sociales. También Zola abrió el mundo teatral a la objetividad poco menos que rechazada por la tradición es­cénica. Entre los desaciertos está, sin duda, el querer suprimir radical­mente las convenciones del género dramático, sus denegaciones. Está claro que, por mucho que se intente el naturalismo escénico, la reali­dad exterior no cabe en el escenario, los personajes han de ser represen­tados o figurados, y el propio lenguaje es ya de por sí una pura conven­ción. Todo el teatro naturalista no tardaría mucho en dejar de ser un equivalente de la realidad, para convertirse en otra serie de convencio­nes. El error de Zola estaba en querer aplicar a la escena las recetas de la novela, estableciendo un sistema de imposibles transferencias de un género a otro. Es imposible pretender que el decorado o la caracteriza­ción de los personajes suplan las extensas descripciones y digresiones de la novela naturalista, tal y como quería Zola. Las muestras de teatro naturalista adaptadas de relatos, en especial de las propias obras de Zola -a excepción de La taberna-, no fueron del gusto de la crítica ni del público de París. Ni lo fueron los estrenos de Los cuervos (1882) o de La parisina (1883), ambas de Henri Becque, considerado como el más destacado naturalista francés según la fórmula de Zola. Porque, además, este teatro no representaba la realidad cotidiana a fin de susci­tar el interés del público, sino solo aquellos casos más sobresalientes y disparatados de la misma. Thérese Raquin, de Zola, que en 1873 no pasó de las nueve representaciones, cuenta cómo Teresa y su amante dan muerte al marido de aquélla. Teresa acabará suicidándose ante la mira­da de la madre del esposo, muda y paralítica.
La teoría iba por delante de la práctica. El teatro de París no daba con la fórmula de la representación naturalista. Pronto lo conseguirá Antoine. En Alemania, mientras tanto, una ejemplar compañía lo es­taba logrando: los Meininger.

LOS MEININGER

Ocurrió esto cerca de Weimar, en donde Göethe había puesto las bases de la futura afición al teatro lírico y dramático alemán. En Mei­ningen, el propio duque Jorge II se hizo cargo de la dirección de los ac­tores en su Teatro de Corte. Este duque era consciente de la decadencia de la escena alemana en décadas precedentes, lo que achacaba a la in­fluencia de la preocupación de las cortes alemanas por los problemas económicos y políticos que habrían de desembocar en la creación del Imperio de Bismarck, en 1871. El duque de Sax-Meiningen advirtió que las programaciones del teatro en Alemania estaban calcadas de las del bulevar parisino -operetas, piezas sentimentales-, imponiéndose la fantasía sobre los tan repetidos deseos de autenticidad escénica.
El entusiasmo del duque no tenía límites. Entrenaba a los actores, los dirigía con férrea disciplina, tanto a los protagonistas como a las comparsas, que habían de actuar como elemento ambientador y realista. Su manejo de las masas fue siempre muy ensalzado. Pero, además, prodigaba todos los detalles del decorado, para el que prefería la habitación cerrada, incluso por el techo. Amante de la historia y de la pintura, disciplinas que había estudiado en la Escuela de Munich, él mismo diseñaba los decorados, buscaba originales perspectivas y dibu­jaba el vestuario, indicando siempre los colores más apropiados. Se dice que los tonos marrones rojizos eran los preferidos, pues sobre ellos sobresalían vivos colores para el vestuario. Este naturalismo no era el de Zola, sino más bien el que perseguía la fidelidad histórica y la ver­dad absoluta en ella. Las armas, por ejemplo, tenían que ser auténticas. De ahí que su repertorio tuviese como norma la calidad de las obras. En este sentido, superó el debate de las reglas, sin hacer distinción ni de tono ni de nacionalidad ni de escuela. Representó a Shakespeare, a Molièrere y a Schiller, y se interesó igualmente por autores alemanes no estrenados, como Kleist, y jóvenes dramaturgos nórdicos, como Björnson e Ibsen. De éste hizo el estreno absoluto de Espectros.
Entre 1874 y 1890, los Meininger dieron más de tres mil representa­ciones en gira por Europa. Su campo preferido, no obstante, era la propia Alemania, y principalmente Berlín, considerada ya como nueva capital del imperio germano, en donde, en 1883, se fundaba el Deutscher Thea­ter, que será el primer teatro alemán. En esas giras por Alemania, los Mei­ninger se vieron favorecidos por la infraestructura teatral existente, que ellos supieron estimular. Es significativo que, a partir de 1870, empezaran a florecer teatros privados junto a los viejos teatros de corte. Pero sor­prende aún más el ritmo con que este fenómeno se propaga, pues en quince años el número de salas pasa de doscientas a seiscientas.
En sus giras, los Meininger llegaron a los países escandinavos y Ru­sia. Por su lado, Ibsen ya había entablado contacto con ellos en Ale­mania, donde acudió para estudiar su arte.

EL TEATRO NÓRDICO

La escasa tradición del teatro escandinavo se había contentado en el siglo XIX con las comedias de estudiantes y la aclimatación del vo­devil francés, que florece a partir de 1830 en Copenhague y Estocol­mo. En esa dramaturgia, el teatro de vodevil constituye el primer esca­ño de la ascensión realista. A mitad del siglo XIX, se crean dos grandes teatros: la Escena Nacional de Bergen y el Teatro de Christiania, luego Teatro Nacional de Oslo. La animación de este último fue confiada primero a Henrik Ibsen, y, posteriormente, a Björnstjerne Björnson.
Para su propia instrucción, Ibsen recorrió Europa. A partir de 1864 vivió casi permanentemente fuera de Noruega. En la escritura dramá­tica se inició con obras de inspiración romántica, y comedias al modo de Scribe. Por su lado, Björnson admiró particularmente al Musset de las comedias y proverbios.
En la obra de HENRIK IBSEN (1828-1906), la crítica suele hacer va­rios apartados. Dejando a un lado sus primeras comedias, tenemos un primer bloque de dramas poéticos nacionales, como Brand (1866), ata­que metafórico a la falta de solidaridad panescandinava ante la viola­ción prusiana a Dinamarca en la persona del sacerdote Brand, que, por mantener sus principios, sacrifica a su mujer y a su hijo; Peer Gynt (1868) es un personaje radicalmente distinto del anterior, caricatura del genio noruego. La segunda  etapa la compone su época realista, con Casa de muñecas (1879), Espectros (1881), Un enemigo del pueblo (1882) y El pato salvaje (1884), entre las más conocidas. Finalmente, se encuen­tra su etapa simbolista, en la que sobresalen La dama del mar (1888), Hedda Gabler(1890) y Solness el arquitecto (1892).
Entre los problemas sociales que más le preocupan durante su se­gunda época, adquiere gran relieve el de la liberación de la mujer, tema que le proporciona excelentes desarrollos dramáticos. Se dice que ha­bía en ello razones muy profundas, incluso biográficas, y que el dra­maturgo se identifica frecuentemente con sus protagonistas femeninas. Para Freud, Ibsen era el escritor más interesante de su tiempo. Pero no conviene limitar el alcance crítico a este solo problema. Aplicando las mismas intencionalidades a Ibsen y a Björnson, Maurice Gravier escri­birá:
Conservando siempre el sentido del arte y de la medida, Ibsen y Björnson evitan normalmente proponemos soluciones demasiado concretas. Pero despiertan las conciencias, hacen salir de su letargo las mentes propensas a satisfacerse fácilmente con las situaciones ad­quiridas. Ibsen y Björnson viven en una sociedad petrificada, tirani­zada y entristecida por el espíritu pietista. Un vicio quieren denun­ciar antes que cualquier otro: la hipocresía. <<Vivir según la verdad», ése es el ideal que Björnson propone a los espectadores de sus dra­mas, mientras que Ibsen les pide que sigan «la exigencia ideal», que descubran su vocación y disipen, si es preciso, la «mentira vital».
Mas decir la verdad a un pueblo que se mantiene simple y zafio no es ciertamente nada fácil.


Cualquiera de las obras de Ibsen, y no sólo las de este periodo, muestra la enorme dosis de autenticidad y de valor para desafiar a los sectores denunciados. Un enemigo de1 pueblo puede ser propuesta como el paradigma de tales denuncias. Por su lado, los estrenos de Ibsen se encargaron de demostrado. Como anécdota podemos citar el enfren­tamiento que hubo en Francia entre dos grandes políticos, Clemen­ceau y Jean ]aures, con motivo del estreno de esa obra. Aunque tuvo mayor eco en Noruega y en toda Europa, la polémica suscitada por Casa de muñecas. Hace más de un siglo, el dramaturgo se convirtió en abanderado del movimiento feminista. La obra propone la dialéctica de estar a favor o en contra de Nora, la protagonista. Cuando el tema salía a debate, era difícil contener los nervios. Se dice que en invitacio­nes y tarjetas de visita se rogaba abstenerse de hablar de Nora.

Nora es la esposa gentil del abogado Helmer. Para salvar a su marido de una grave enfermedad, Nora contrae una gran deuda con un acreedor, viéndose obligada a falsificar su firma para mantener este hecho en secreto. La buena de Nora va pagando poco a poco di­cha deuda sin que el marido sepa nada de ello. Pero un buen día todo se descubrirá: Helmer quiere despedir del banco, en el que es director, a un empleado, que resulta ser el acreedor de Nora. Este la amenaza con el chantaje. Para los esposos ha llegado la hora de la verdad, la hora de actuar ante la verdad, característica del drama ib­seniano. Helmer aparece ahora frente a Nora como un ser mezqui­no, al que solo le interesa su reputación. A Nora el mundo se le de­rrumba y todo le parece sin sentido. De pronto, descubre que aún le queda un asidero para evitar su desesperación: su libertad. Desoyen­do las súplicas del marido, Nora abandona la casa dando un porta­zo, que algún comentarista ha conceptuado como el más valiente y consecuente de toda la historia del teatro.

A Ibsen le preocupaba sobremanera la composición dramática. Muy superior en ese terreno a los franceses, sus obras sí son modelo de la llamada pièce bien faite. Sabe administrar el pathos dramático, mante­ner los enfrentamientos en su cumbre, emplear el lenguaje y las fór­mulas psicológicas adecuadas. Ese es el secreto de su pervivencia.
    Durante su tercer periodo se interesa menos por lo social, cuidan­do más la simbología de la obra y su conformación póetica.
    Otro nombre estelar del teatro nórdico es el del sueco AUGUST STRlNDBERG (1849-1912). Dejando aparte sus inicios, en los que se opone al drama romántico y a la comedia burguesa importada de Fran­cia, hemos de reseñar sus dramas naturalistas: El padre (1886), Señorita Julia (1888) y Acreedores (1888). En ellos ahonda en los detalles del rela­to, de modo incluso obsesivo, y en la huella que deja en el alma de los personajes, a veces con insistencia masoquista. Estaríamos ante una es­critura que, partiendo de la observación minuciosa de la realidad, y de su propia biografía, se nos presenta como el drama de las obsesiones del yo frente a la realidad.
Pero Strindberg escapa del naturalismo para convertirse en precur­sor del expresionismo. A la salida de una grave crisis psíquica y moral, que dejó reflejada en sus relatos Infierno y Combate con el ángel. el dra­maturgo escribió una extensa obra, Camino de Damasco (1898-1901), en la que las alucinaciones crean un mundo interior en el cual simbolis­mo y expresionismo se han aunado en diversas ocasiones para esceni­ficado. Aún se podría decir más sobre su siguiente obra, El sueño (1902), que cabe conceptuar de precursora del teatro surrealista, pues el in­consciente liberado se adueña de la escena, imponiendo sus esquemas incoherentes. Esta obra puede ser considerada justamente como una de las grandes concepciones del teatro moderno. Artaud y los surrea­listas de entreguerras pensaron en ella como ejemplo ilustrador de sus propias concepciones dramáticas.
La aportación de Strindberg a la escena fue más allá. A raíz de su decepción por la ciencia, en la que tanto había confiado -e incluso por la alquimia, pues había intentado fabricar oro-, se convierte a una fe a caballo entre el budismo y el cristianismo. Ello explica su concepción simbolista, la nueva estructura compositiva en la que in­cluye himnos en latín y desarrollos litúrgicos en títulos como Advien­to o Pascua.
En 1902 fundó en Estocolmo el Intim Teatern. El término íntimo puede aplicarse tanto a las modestas dimensiones del local, como a la temática de las obras a las que se destina, o a su modo de representa­ción. En ésta se procedió a la simplificación de los elementos decora­tivos para estimular en todo momento la imaginación del espectador; se preocupó de la creación de climas psicológicos, particularmente con juegos de iluminación que proyectaban las sombras de los personajes. Para algunos, esta experiencia del Intim Teatern podría ser considerada como la cuna del expresionismo. Allí representó sus piezas íntimas o, como él prefería llamadas, piezas de cámara, imitando la expresión mu­sical: Tempestad, La casa quemada, El pelícano y La sonata tú: los espectros.
Cabe decir que todo en la obra de Strindberg fue íntimo, en el sen­tido de que toda la realidad fue modelada en su interior, en su propia atormentada biografía. En él están presentes casi todos los desarrollos dramáticos vanguardistas del siglo XX.

EL TEATRO LIBRE DE ANTOINE

Como hemos indicado al hablar de Zola, las piezas francesas re­presentadas en París, adaptadas directa o indirectamente de la novela, no convencieron. Pero las ideas de Zola tampoco cayeron en terreno baldío. Un aficionado al teatro, ANDRÉ ANTOINE (1858-1943), por quien pocos habrían apostado en un principio, quiso crear un teatro donde todo fuese verdadero, tan real como une tranche de vie (una taja­da de vida), expresión que define elocuentemente su idea de la puesta en escena naturalista. Antoine había estudiado la teoría naturalista con Taine, y conocía los escritos de Zola. Fue comparsa en la Comédie Française y asistió al curso de declamación de Lainé. Vivía como empleado de la Compañía de Gas, formando el grupo galo junto a otros jó­venes aficionados con la decisión de renovar el teatro. El 30 de marzo de 1887, noche memorable para el arte escénico, Antoine inauguró su Théatre Libre (Teatro Libre) en la humilde sala del Elíseo de Montmartre con capacidad para unas trescientas cincuenta personas. Se re­presentaron cuatro obras breves, una de ellas ]acques Damour, de Zola, adaptada por Léon Hennique. La visita a Bruselas, para ver actuar a los
Meininger, le confirmó en sus ideas dramáticas. De lo que fue su labor de dirección en los años que siguen nos da cuenta otro director im­portante, Gastan Baty:

Antoine puso al desnudo todos los artificios de las fórmulas an­tiguas, arrojó fuera las complicaciones, los trucos, los golpes efectistas, la ampulosidad, los largos parlamentos, la verborrea de la pieza de intriga, mostrando la vanidad de las maquinarias complicadas y las exhibiciones sensacionalistas. La obra reconstructiva de Antoine creó el gusto por la acción simple, rápida, concisa y visual, tanto en los gestos como en las actitudes y en las palabras, buscando sus mo­tivaciones en los caracteres y no en los enredos de la situación, interpretando las obras sin muletillas, con naturalidad y en medio de un marco expresivo.

Como puntos fuertes habría que subrayar dentro de su labor de coherencia, acorde con el realismo impuesto a los medios visuales, la representación antiteatral, es decir, la técnica de actuar como si no se es­tuviese en un teatro, como si entre los actores y el público existiera realmente una cuarta pared, y uno se encontrase solo con los otros perso­najes, en una situación real de la vida; de ahí que importe poco, con­trariamente a las prescripciones del cuadro plástico, hablar de espaldas, o desde fuera del escenario visible. Insistió en la labor de conjunto de la compañía, que nunca debía conformarse con ser una banda de com­parsas en torno al primer actor o vedette de turno. Por estas razones, buscó y estimuló la escritura de obras nuevas. Se dice que estrenó más de ciento veinte, de cincuenta y un autores, de los cuales cuarenta y dos eran menores de cuarenta años, la mayoría en un acto y de fácil re­presentación. Pero no olvidó por ello los grandes nombres extranjeros, como Tolstoi, Hauptmann o Ibsen.
Por otro lado, cuidó de su público al abaratar las entradas, y se in­teresó por el confort de la sala. Concentró la luz en el escenario, de­jando a los espectadores en la oscuridad. Siguiendo a Zola, en escena dio mayor importancia al ámbito de la acción sobre la acción misma, «porque es el medio el que determina los movimientos de los perso­najes, y no los movimientos de los personajes los que determinan el medio». De ahí que propugnara la solidez de los elementos escénicos: prefirió los objetos y muebles auténticos, rechazó los bastidores de tela que imitan la madera, imponiendo que las paredes y ventanas fuesen realmente practicables y no meramente decorativas. Este rechazo de las convenciones escenográficas le acarreó las más duras críticas, y al­gunos llegaron a caricaturizar sus excesos: se han citado con harta fre­cuencia los pedazos de carne auténtica colgados en la escenificación de la obra Los carniceros, y el desagradable olor que generó a los pocos días; o las gallinas vivas picoteando por el escenario de La tierra. Pero sería injusto quedarse en estos ejemplos e ignorar lo mucho que An­toine significaba en su momento para la evolución del arte teatral, tan­to para los que en la fidelidad reformaron sus ideas, como para los que, desde la oposición a las mismas, abrieron vías antinaturalistas a la re­presentación escénica. En el mismo París, esta oposición, tan benefi­ciosa para la escena, fue encabezada por el citado Paul Fort y su Teatro del Arte.
En 1906 Antoine pasó a la dirección del Odeón, en la que se mantuvo hasta 1914. Después abandonó la dirección teatral para de­dicarse al cine, medio que juzgó verdaderamente expresivo para mos­trar la realidad. Como actor y director impuso también su estilo na­turalista a montajes de textos de Zola, Hugo y Dumas. Con Antoine, tanto en teatro como en cine, se estaba diseñando netamente la mo­derna figura del director de escena.

APÉNDICE
HIPPOLYTE TAINE Y EL POSITIVISMO: LA BASE FILOSÓFICA DEL NATURALISMO

Se suele aceptar que las primeras aportaciones sólidas entre literatura y sociedad se pro­ducen a finales del XVIII y se deben al alemán Johann G. Herder, sobre todo por insistir en la conexión de la literatura con el medio ambiente en el que nace, es decir, con el paisaje, el cli­ma, las costumbres, etc. Pero con Herder se está más bien ante una pre-sociología, pues en úl­tima instancia lo que este autor sostiene -conectando así con una idea típicamente románti­ca- es que la poesía es expresión del alma de cada pueblo, efecto del espíritu nacional y del espíritu de la época, agentes externos que determinan el fenómeno literario. La aparición del Positivismo replantea la relación entre literatura y sociedad por­que, aun aceptando como una verdad indudable el hecho de que la literatura está condiciona­da por agentes externos, los positivistas no creen que esta determinación esté marcada por los conceptos románticos de espíritu de nación o de época, sino por el medio en el que se produ­cen las obras literarias. Entre estos positivistas se encuentra Taine, pues su pretensión de ob­jetividad y sus planteamientos metódicos y cientifistas lo sitúan sin duda en la dirección mar­cada por la filosofía de Auguste Comte; sin embargo, lo cierto es que sus reflexiones acusan también la influencia del idealismo hegeliano, dado que Taine concibe las obras artísticas como efectos de un estado espiritual de cada época histórica .
Como se ha insinuado ya, Taine se acerca a la literatura en un momento en el que el Positivismo goza de un notorio prestigio. En realidad, el suyo es un acercamiento periférico porque lo que pretende, claramente influido por los avances conseguidos en las ciencias na­turales y biológicas de su tiempo, es dar a la literatura un tratamiento científico. Se coloca en la historia de la crítica literaria detrás del método biográfico practicado por Saint-Beau­ve. De hecho, asume las principales ideas de este crítico, pero da un paso más y trata de ex­plicar los hechos literarios y el estado moral desde el que nacen como resultado de la com­binación de tres factores: la raza, el medio y el momento. Se comporta como un científico, como un biólogo, e intenta elaborar un sistema de principios capaces de reducir a leyes cons­tantes las obras literarias y artísticas en general. Parte del convencimiento de que el documento literario -sin duda le interesa más la literatura como documento que como monumento- conserva la huella del hombre que lo creó y de que, por lo tanto, a par­tir de los textos puede reconstruirse la vida de su autor. Esta tentativa de intentar penetrar en la psicología del autor es idéntica a la metodología de Saint-Beuve, pero -como ya se ha dicho- Taine va más allá al ubicar los sentimientos individuales del autor dentro de un sis­tema caracterizado por esos tres factores antes citados. Y, de hecho, lo cierto es que no da excesiva importancia a la biografía de los autores; solo esporádicamente acude a los datos biográficos porque sus intereses se centran preferentemente en las obras literarias y en las causas que explican su fisonomía.
Según Taine, una obra literaria no es solo fruto de la imaginación, sino también un re­flejo de las costumbres de la época en la que nace y signo de un estado de espíritu, de modo que atendiendo a los monumentos literarios podrá conocerse la manera de pensar y sentir de los hombres de siglos pasados. Así lo explica él:

Se ha descubierto que una obra literaria no es un simple juego de imaginación, capricho aislado de una acalorada fantasía, sino una copia de las costumbres reinantes, y signo de un estado de espíritu. Se ha inferido, por consecuencia, que, atendiendo a los monumentos litera­rios, podría discernirse la manera de pensar y sentir los hombres siglos hace.

Más adelante, Taine precisará: «Los documentos históricos no son más que indicios, por medio de los cuales hay que reconstruir el individuo visible». En su opinión, es un error estudiar el documento como si éste existiese por sí solo, esto es «tratar las cosas como simple erudito, y caer en una ilusión de biblioteca»; lo que hay que hacer es estudiar el do­cumento para conocer al hombre que lo creó, no puede prescindirse de ese hombre. Desde este punto de vista, la verdadera tarea del historiador consiste en reconstruir, sal­vando la distancia temporal, la imagen del hombre del pasado y sus hábitos. «Procuremos, pues -dice Taine-, suprimir hasta donde quepa ese gran intervalo de tiempo que nos im­pide observar al hombre con nuestros ojos, con los ojos de nuestra cabeza». Es de­cir, lo que hay que intentar es hacer presente el pasado, ya que «para juzgar una cosa es me­nester su presencia; no hay experiencia de los objetos ausentes». Como se ve, lo fundamental es traer el pasado hasta la época actual, re-construirlo, para poder com­prenderlo. Y esta reconstrucción afecta, según Taine, a todas las costumbres de la sociedad de la que formaba parte un autor, desde la indumentaria hasta el sistema económico vigente. Claro que hay que aceptar -y así lo hace Taine- que toda reconstrucción histó­rica es siempre incompleta y que, por tanto, nuestros juicios sobre las obras serán también incompletos, pues no puede reconstruirse una época del pasado con toda exactitud. Sin em­bargo, Taine cree que hay que resignarse a esta situación, a este conocimiento mutilado por­que, al fin y al cabo, siempre estará más cerca de la realidad histórica que cualquier otro. Y es que, para Taine, el único medio de conocer aproximadamente las acciones de otras épo­cas es viendo aproximadamente a los hombres que las protagonizaron. En su opi­nión, éste es el primer paso a dar en un estudio histórico. El segundo queda anunciado en la «Introducción» con estas palabras: «El hombre corporal y visible no es más que un indicio, por medio del cual debe estudiarse el hombre interior e invisible». Es decir: «el hombre exterior oculta un hombre interior», que es el verdadero hombre, el que nos remite a las facultades y sentimientos que produce todo lo demás. Ese mundo sub­terráneo es para Taine el segundo objetivo del historiador, quien, a través de una lectura aten­ta, debe ser capaz de describir el sentimiento particular de donde surge cada texto. Esto im­plica una reconstrucción de la psicología del autor. Antes -explica Taine- se consideraba a todos los hombres, de cualquier raza y de cualquier país, como seres semejantes, pero eso era una abstracción vaga y lo que hay que hacer es interesarse por la psicología de cada autor. Nadie como Saint-Beuve, el padre del método biográfico, ha sabido conducir la críti­ca por ese nuevo camino y así lo reconoce Taine. Tras este paso queda aún otro por hacer, como se deduce de estas palabras: «Los estados y las operaciones del hombre in­terior e invisible reconocen por causa ciertas maneras generales de pensar y sentir» (1899: 13). Es decir, que, tras haber observado algunos estados íntimos de un hombre, se advierte que existen ciertas causas universales y permanentes que explican las concepciones de un si­glo o de una raza. Tras profundizar en la psicología individual de un autor llega a descu­brirse, pues, que existen rasgos que son característicos a toda una raza. Y si existen ciertos rasgos generales comunes a los hombres de una raza, o de un siglo, o de un país, cabe de­ducir -siempre según Taine- que en cada época existe una disposición general del espíri­tu innata a la raza o condicionada por ciertas circunstancias históricas y que esta disposición va evolucionando dando origen así a nuevas civilizaciones (1899: 14-15). El paso de una ci­vilización a otra debe entenderse, entonces, como el resultado de una fuerza permanente que va modificando las circunstancias en las que actúa. Tres fuerzas primordiales contribuyen, a juicio de Taine, a producir ese estado moral elemental que caracteriza a una época: la raza, el medio y el momento (1899: 20). Convendrá detenerse en cada uno de estos aspectos.
La raza es un concepto que Taine trata de acuerdo con la fisiología y la antropología del siglo XIX, y, sobre todo, de acuerdo con las ideas expuestas por Charles Darwin en El ori­gen de las especies (1859). Es una noción con la que Taine alude a las características nacio­nales, al genio de un pueblo (Volksgeist), a su idiosincrasia privativa. Para él, la raza remite a un conjunto de «disposiciones innatas y hereditarias, características de un pueblo e inalterables a través de los siglos. Esas disposiciones «varían según los pueblos», asegura Taine, puesto que un clima y una situación topográfica diferen­tes engendran en los hombres necesidades diferentes y, por tanto, unas reacciones y hábitos diferentes. Estas distintas disposiciones provocan -o van unidas, si se prefie­re- a «diferencias de temperamento y de estructura corporal». Taine cree firmemente que existen grandes diferencias entre las naciones europeas y trata de establecer la psicología de cada una de ellas, pero lo hace -así lo ha denunciado René Wellek- de manera totalmente arbitraria, impresionista, sin ceñirse a un sistema riguroso y sin aportar pruebas evidentes que avalen sus argumentaciones.
En cuanto al medio, con esta noción remite Taine a las condiciones climáticas, las cir­cunstancias políticas y todo tipo de condicionamiento social, incluyendo la religión. Taine cree que, una vez se conoce ya la fisonomía física y espiritual de una raza, hay que atender al medio en que vive, puesto que el hombre no está solo en el mundo, sino rodeado de la na­turaleza y de otros hombres que influyen sobre él. Existen, por tanto, unos facto­res externos -el medio- que condicionan la personalidad del individuo y todo historiador tiene que tomarlos en consideración. Ya Balzac, en el prólogo a la Comedia humana, había hablado del medio para referirse al hábitat de los animales, y en ese mismo sentido utiliza el concepto Taine, pero para referirse al entorno del hombre y señalar cómo este entorno influ­ye sobre él, condiciona su personalidad y, por tanto, también sus obras. En realidad, como ha señalado René Wellek, «la idea de explicar la literatura por su medio ambiente, y en par­ticular por circunstancias climatológicas y sociales, cuenta con una larguísima historia». Dentro de esta historia, cerca le quedaban a Taine autores como Herder, Dubos, Marmontel y, sobre todo, Madame de Stael, cuyas ideas -especialmente las desarrolladas en De la littérature considérée dans ses rapports avec les institutions sociales (1800) -, en cier­to modo recoge para profundizar más en ellas. Por lo que al medio se refiere, la tesis princi­pal de Taine, en fin, es que todo lo que rodea a un ser humano (factores climáticos, caracte­rísticas geográficas del lugar en el que vive, etc.) acaba afectándole, y esto puede apreciarse en todo lo que hace. Así, cuando ese hombre es un artista, su obra acusa claramente el in­flujo del entorno en el que ha sido creada. De modo que el medio es «una especie de totali­dad infinita que ninguna mirada puede abrazar pero que siempre está presente en la singula­ridad de la obra». René Wellek entiende este concepto como una espe­cie de «cajón de sastre donde englobar todas aquellas circunstancias externas - no sólo físicas, como el suelo y el clima, sino también políticas y sociales-, que de cerca o de le­jos tengan algo que ver con la literatura». Como se sabe, la influencia del medio en el ser humano será un principio clave para la novela naturalista y tendrá importantes re­percusiones de carácter psicológico, pues los naturalistas se propondrán la construcción no­velística prácticamente como si se tratara de realizar un experimento: colocan a un persona­je determinado con unas características determinadas en un ambiente determinado y esperan una evolución natural, lógica, en ese personaje.
Por último, Taine presenta como otra gran fuerza primordial que determina al ser hu­mano lo que denomina el momento. Juntamente con las fuerzas del interior (la raza) y las fuerzas del exterior (el medio) existe -señala Taine- la dinámica de la tradición, es decir, la obra que un pueblo ha ido produciendo a lo largo de su historia. Así se lee en la «Intro­ducción»: «Además del impulso permanente y del medio dado, existe la velocidad adquirida». Con el concepto de momento pasa a primer término la relación entre evolución histórica y serie literaria. Taine tiene el convencimiento de que cada momento de la tradición literaria es distinto y de que, consecuentemente, su estudio da resultados distintos. En cada caso hay que tener en cuenta, por ejemplo, la cuestión de precursores y sucesores. Está cla­ro que, con la noción de momento, Taine se refiere al lugar que ocupa una obra dentro de la tradición literaria, aunque genéricamente se refiere también a la época en la que nace la obra literaria y, más concretamente, a la idea romántica del «espíritu de época» (Zeitgeist).
La tríada raza-media-momento explica, según Taine, los cambios de las grandes co­rrientes históricas y la idiosincrasia de las distintas literaturas. En realidad, todo se reduce a un problema de mecánica: el efecto resultante es un compuesto determinado totalmente por la magnitud y dirección de las fuerzas que lo producen. En cada época concreta, estas tres fuerzas entran en funcionamiento: el genio de la raza se combina con las circunstancias am­bientales (el medio) y las circunstancias históricas -que engloban el impulso de la propia tradición- (el momento) y surge una determinada dirección estética, un nuevo ideal.
El carácter interior, innato, la presión exterior y el impulso ya adquirido determinan, pues, la cosmovisión de cada época. Incluso explican por qué en unas épocas se advierte la predilección por unas artes que son menos atendidas en otras. Así, la tarea del crítico con­sistirá en ver cómo se combinan, qué efectos dejan en los textos concretos las tres grandes fuerzas señaladas por Taine. Estas tres fuerzas vienen a señalar, en la línea de Hegel -pues como dice René Wellek, «Taine fue, esencialmente, un hegeliano (1988: 51)-, que en cada época histórica existe un estado espiritual que da forma a todas las producciones humanas (incluidas las artísticas). Tanto Hegel como Taine lo que querían era señalar las característi­cas de las obras artísticas y explicar sus causas, por qué eran precisamente esos y no otros sus rasgos distintivos. La crítica se convierte entonces en un problema de psicología, pues el crítico tiene que leer algo más que lo escrito, tiene que ver el texto como documento de épo­ca y averiguar a través de él también la disposición moral, la ideología, los sentimientos del autor. Pero, en última instancia, lo único que de veras importa a este tipo de crítica es ha­cerse histórica, descriptiva, explicativa, y no valorativa ni normativa. Para Taine, las obras literarias, y artísticas en general, son productos humanos de los que hay que determinar sus características, nada más. Porque el crítico, como el científico, ni condena ni perdona; sólo constata hechos y trata de explicar sus causas.
Pese a estas pretensiones de objetividad, lo cierto es que Taine prefiere siempre acer­carse a las grandes obras porque cree que son mucho más representativas de su época que las obras mediocres, luego hay ahí una valoración implícita. Y lo mismo puede decirse, ló­gicamente, de los grandes autores: son los mejores representantes de su siglo. Ya se ve que el concepto de «representatividad» es clave en la teoría de Taine, y es, de hecho, lo que hace que su historicismo no sea relativista, pues, por más objetivo que quiera ser en sus investi­gaciones, a cada paso se encuentra con la necesidad de valorar, de formular juicios estéticos, de decir qué obras son las más representativas de su época.
A la luz de todas estas reflexiones -que en definitiva remiten a una concepción deter­minista de la historia-, parece obvio que Taine parte del idealismo alemán, que tenía en cuenta la raza y el momento, y añade un tercer factor de carácter sociológico, el medio, con­virtiéndose así en un claro precursor de las doctrinas del Naturalismo, pues su influjo en Émi­le Zola es evidente

Apuntes elaborados a partir de materiales de César Oliva, Francisco Torres, Patrice Pavis, David Viñas, K. Macgowan y W. Melnitz

lunes, 21 de noviembre de 2011

DRAMATURGIA. TEMA 2. EL ROMANTICISMO. VÍCTOR HUGO. EJERCICIO

"Hernani" o el "Prefacio" en la práctica. Leer "Hernani" y explicar las causas de la polémica de su estreno y su carácter de símbolo de la ruptura con las poéticas neoclásicas.
ENLACE CON EL TEXTO DE HERNANI:

http://www.ciudadseva.com/textos/teatro/hugo/hernani.htm

domingo, 20 de noviembre de 2011

Dramaturgia- Teoría-Tema 2: Las reglas del teatro hasta el siglo XIX. El Romanticismo. Víctor Hugo.

EL ROMANTICISMO. VÍCTOR HUGO
(Historia de la crítica literaria. David Viñas Piquer)

l. Introducción a la crítica romántica

A finales del XVIII y principios del XIX surge una nueva sensibilidad en Europa. El sistema neoclásico empieza a entrar en declive y se van infiltrando nuevas tendencias que conformarán el espíritu romántico, espíritu que es en gran parte una reacción contra la Edad de la Razón dieciochesca. De hecho, como asegura René We­llek, los movimientos románticos que se manifiestan en, los distintos países de Europa -en Alemania e Inglaterra primero- presentan como principal común denominador «el repudio unánime del credo neoclásico». Pero conviene señalar de inmediato que el Romanticismo no es solo un movimiento artístico, sino un movimiento total del espíri­tu de Occidente. Es un estilo y una concepción de la vida. Encierra toda una cosmovisión. Incluso hay quien prefiere hablar del Romanticismo como de un estado de alma que se manifiesta en obras de arte. Isaiah Berlin lo veía como «una transforma­ción tan radical y de tal calibre que nada ha sido igual después» (2000: 24). Y es que el Romanticismo tiene un carácter revolucionario incuestionable, pues se presenta como rup­tura con una tradición, con la jerarquía de valores culturales y sociales que imperaba en el orden anterior, en favor de una libertad auténtica. Porque Romanticismo significa li­bertad absoluta en todos los ámbitos: la única ley que acepta el romántico es que no tie­ne que existir ninguna ley, tal y como lo explicita Friedrich Schlegel en el célebre frag­mento 116 del Athenaüm.
Como señala M. H. Abrams en la «Introducción» a su obra El espejo y la lámpara (1975), el ideal de perfección artística basado en un perfecto equilibrio entre el de­leite y la utilidad dominó el panorama de la crítica literaria desde Horacio hasta el si­glo XVIII, así que puede decirse que se trata de la principal actitud estética del mundo oc­cidental. Pero a finales del XVIII y principios del XIX el foco de atención se desplaza ha­cia el poeta, y lo que pasa a interesar realmente es la constitución mental del escritor, sus facultades para la composición artística, su creatividad. Antes, su invención y su imagi­nación estaban limitadas por el principio de la mímesis: había un modelo -la naturale­za- del que no debía apartarse, y unos autores –los clásicos- a los que tenía que imi­tar. Pero cuando el centro de atención se desplaza hacia el poeta, progresivamente se va exaltando la libertad creadora, la imaginación y la espontaneidad emocional del creador, lo que, en conjunto, puede denominarse el genio natural. Esta es la base de las teorías ex­presivas del arte, con las que la poesía pasa a ser concebida como la exteriorización del interior del poeta. Así, el poema ya no es imitación, sino expresión de sentimientos: una especie de catharsis personal, de desahogo. Si la obra se refiere a aspectos del mundo ex­terno, estos solo interesan en tanto en cuanto han pasado por el filtro de los sentimientos del poeta. Así, si con el Neoclasicismo la teoría literaria giraba en torno a la idea de mímesis o representación, con el Romanticismo girará en torno a la idea de expresión. Ex­presión de sentimientos personales. De modo que la crítica literaria ya no se fijará en el valor representativo de la obra poética, sino en su valor expresivo, en su sinceridad y es­pontaneidad. Ya no importa que la obra sea fiel reflejo de la naturaleza real o de una na­turaleza embellecida, sino que sea fiel reflejo del corazón del poeta. Lo que interesa no es ya el objeto contemplado, sino la emoción humana sentida frente a ese objeto. Lo senti­mental domina el panorama literario en general, pero al escritor lo que le interesa espe­cialmente es hablar de sí mismo, de lo que él siente, expresar sus sentimientos subjetivos, poner en primer plano su personalidad. El mundo entero es para él solo la materia prima de sus vivencias, un pretexto para hablar de sus propias sensaciones. De este modo, el lec­tor pasa a convertirse en un testigo de los conflictos íntimos del autor. La poética clasi­cista se basaba en la relación obra-realidad, y, de hecho, la mente del poeta era vista como algo esencialmente mecánico, pasivo, en el sentido de que tenía que limitarse a reflejar algo que existía e iba a seguir existiendo independientemente de lo que hiciera el artista; pero esta situación varía con la poética romántica, que no se basa ya en la relación obra-­realidad, sino en la relación obra-autor, y la mente del poeta es vista como algo activo, creativo, configurador de una realidad antes inexistente.
El fuerte individualismo característico de los románticos -y para cuya comprensión es preciso tener en cuenta el influjo ejercido entonces por la filosofía del Idealismo- se tras­lada a la propia obra de arte. Esta ya no tiene que ser bella, sino interesante. Y lo que la hace interesante es su carácter peculiar, su especificidad, aquello que permite diferenciarla de otras obras. O sea: su unicidad o su individualidad. Friedrich Schlegel hablaba en este sentido de lo característico para hacer referencia a un arte «que pone el énfasis en lo irrepetible, en lo único, en lo que individualiza». El artista clásico y neoclásico tenía bastante con ajustar su obra a un modelo de belleza ideal, pero el romántico persigue la no­vedad, la originalidad, la singularidad, y para ello se desvía de normas y modelos, incluso hasta el punto de dar cabida en su obra a lo irregular, a lo deforme.
Volviendo ahora a la cuestión del predominio artístico de los sentimientos en el Ro­manticismo, podría decirse que este predominio es en realidad una manifestación de actitud escapista, pues lo que se produce es una huida desde el racionalismo hacia el sentimentalis­mo. Y al escaparse del intelecto frío y crítico, el artista romántico cae a menudo en el ám­bito de lo irracional, de lo que no está sujeto al dominio de lo consciente, de lo oculto a la razón, de lo oscuro y de lo demoníaco, de lo misterioso, de lo nocturno, de lo fantasmal, de lo grotesco. Incluso cuando sigue su impulso irresistible a la introspección, a la auto obser­vación, descubre a veces una parte ignorada de sí mismo, un alter ego que es sentido «como un desconocido, un extraño, un forastero incómodo» (Hauser, 1998). Piénsese que una de las características tradicionalmente asociadas a la idea de la inspiración es precisamente la extrañeza que la obra provoca incluso a su autor, que siente como si la hubiese escrito otro.
Aunque el predominio artístico de los sentimientos pueda ser visto como una manifes­tación de la actitud escapista de los románticos, lo más frecuente es que al hablar del esca­pismo romántico se piense en un escapismo temporal o en un escapismo espacial, es decir, en un interés por lo remoto en el tiempo y en el espacio. La nostalgia del pasado histórico -y la conciencia misma de historicidad- es algo que nace con el Roman­ticismo. Nunca antes existió esta nostalgia, que hay que entender con un fuerte componente de idealización y que implica una clara problematización del presente. Aunque, por otra par­te, la conciencia histórica de los románticos -ausente por completo en los neoclásicos del XVIII, que veían el desarrollo histórico como una «continuidad rectilínea» (Hauser, 1998) y se acercaban a la historia en busca de proposiciones generales aplicables a los hombres de todas las épocas- lleva a relativizar todo valor y a acordarse de su de­terminación histórica. Es decir, en el fondo se sabe que nada es intemporal, que todo está sujeto a constante cambio y que, por tanto, la escala de valores del pasado no puede servir ya para el presente. Que es justo lo que entendieron los ilustrados, para quienes había “ciertas entidades fijas, objetivas, universales y eternas”.

Victor Hugo: «Prefacio» a Cromwell (1827)

6.1. EL ENFRENTAMIENTO CON EL NEOCLASICISMO
El «Prefacio» a Cromwell es un texto en el que se refleja claramente el conflicto entre el Neoclasicismo y el Romanticismo en el ámbito de la dramaturgia. Suele ser considerado, de hecho, el manifiesto del Romanticismo en Francia. Y hay que tener en cuenta que en este país el Neoclasicismo dura más y arraiga con más fuerza que en otros países, sobre todo mucho más que en España y que en Italia. La razón es obvia: Francia ape­nas vive en el siglo XVlI un período Barroco como otros países. El XVlI francés es el gran si­glo del Clasicismo, de modo que cuando luego los neoclásicos miran hacia atrás no ven a re­presentantes de una estética opuesta, sino a sus ídolos. Por tanto, desde el siglo XVI hasta el XVIII -incluidos ambos- hay que hablar de un desarrollo ininterrumpido del Clasicismo en Francia. De ahí que, como señaló Vemon Hall, los románticos franceses manifestaran luego «un aire polémico más consciente de sí mismo» que el que manifestaron los defensores del Romanticismo en otros países. Teniendo en cuenta esto, se entiende que el «Pre­facio» a Cromwell, en el que Victor Hugo se enfrenta abiertamente al credo neoclásico, tuvo que resultar especialmente polémico. Este texto apareció en 1827. Es una fecha tardía porque ya el Romanticismo había ganado bastante terreno, sobre todo en el campo de la lí­rica y en el de la novela, aunque no aún en el del teatro. Sobre todo el teatro que se repre­sentaba para la aristocracia y la alta burguesía seguía anclado a los preceptos neoclásicos. Y es lógico que así fuera porque el Neoclasicismo cuaja con mayor fuerza en el teatro que en otros géneros. Además, de algún modo el teatro era el último vestigio de la aristocracia, que soñaba con el regreso del Antiguo Régimen, el anterior a la Revolución francesa de 1789. Pero ese retorno no iba a producirse porque a medida que la socie­dad se industrializaba, lo que se producía era más bien una mezcla entre clases sociales, y no una nueva jerarquía dominada por la monarquía, la aristocracia y la Iglesia.
Sin embargo, el teatro parecía una especie de oasis: no había evolucionado en absolu­to porque seguía dirigiéndose a la aristocracia y a la burguesía y seguía respetando escrupu­losamente los preceptos clásicos. Y el género dominante seguía siendo la tragedia. Los autores que estrenaban en los teatros más importantes de París seguían sintiéndose herederos de Corneille, de Racine, de Molière. Pero en otros teatros, los que estaban situados fuera del círculo elegante de la ciudad, en los denominados boulevards, los autores eran menos respe­tuosos con las reglas clásicas porque el público pedía ya otras cosas: buscaba un reflejo de la vida real en las obras, y no la recreación de un episodio histórico, por ejemplo. Quería, además, participar en el mundo emocional de la obra, sentirse como los protagonistas. Con el tiempo, este será el denominado teatro de consumo, un teatro anticonvencional que irá evo­lucionando de manera bastante arbitraria, pues aunque combata unas convenciones termina­rá por institucionalizar otras distintas. En realidad, los autores que estrenaban en los teatros de boulevard soñaban con estrenar en los otros teatros, los del centro de la ciudad.
Los críticos teatrales más importantes acudían a los teatros de la ciudad, y de sus críti­cas dependía el prestigio o hundimiento de un autor. Por eso todos los prerrománticos se en­contraban con la difícil situación de tener que contentar a un público que cada vez sabía me­nos de normas clásicas, y a la vez contentar a los críticos importantes, que seguían exigien­do el respeto a esas normas. En realidad, en los teatros de boulevard, en los menos exigentes con las reglas, iban estrenándose obras de autores que solo respetaban lo que su propia ins­piración les dictaba. Y un autor que era referencia obligada para quienes querían liberarse del yugo de las reglas era Shakespeare: el monstruo que infringió todas las reglas y que fue por ello condenado por los neoclásicos -sobre todo por Voltaire-. Las obras de Shakes­peare seguían representándose en los escenarios, pero los autores que más fácilmente pe­netraron en Francia durante esta época fueron los autores ingleses y los alemanes contem­poráneos -ya Lessing decía que ingleses y alemanes estaban más unidos estéticamente que cualquiera de ellos con los franceses-. Los ingleses y alemanes no seguían tan rígidamente los preceptos neoclásicos, gozaban de unos márgenes mucho más generosos para ejercer su li­bertad creadora. Así, las obras que escribían estaban llenas de recursos eficaces para satisfacer el gusto del público, que iba solo a entretenerse con las acciones y las aventuras de los perso­najes, y no ya a recibir una lección moral. Viajes, naufragios, apariciones de ultratumba, pri­sioneros en mazmorras, desenlaces imprevistos..., cosas así eran las que de veras interesaban, y suponían una especie de liberación formal respecto a las exigencias neoclásicas.
Éste es el panorama que vive Víctor Hugo en su juventud. Es uno de los poetas jóve­nes que políticamente se muestran enemigos del Antiguo Régimen y que con frecuencia pro­vocan escándalos en los círculos intelectuales de la capital. Hugo adquiere pronto un notable prestigio y decide plantear el Romanticismo en el ámbito teatral con su obra Cromwell. La obra encuentra una fuerte oposición y no consigue ser estrenada; por eso Hugo decide editarla -lo que en teatro supone un gran fracaso- y añadirle un pró­logo en el que resume su credo estético. No puede extrañamos que un poeta de prestigio como Hugo no pueda estrenar sus obras teatrales porque la aristocracia del Antiguo Régimen controlaba aún los círculos de prestigio, y solo una revolución política podía poner fin a esta situación. Esa revolución llega en 1830: la revolución burguesa que pone fin a la ideología aristócrata y hace triunfar la ideología burguesa y liberal. Solo entonces ve Hugo represen­tada su primera tragedia: Hernani. Aunque este estreno desencadenó todavía una auténtica guerra literaria entre románticos y partidarios del Neoclasicismo -la famosa «batalla de Hernani»- .

I6.2. PRINCIPALES IDEAS DEL «PREFACIO»

Hoy, la lectura del prólogo al Cromwell puede parecer inofensiva, incluso demasiado respetuosa con el Neoclasicismo, pero si nos situamos en la época de su publicación vere­mos que se trató de una auténtica osadía, de un desafío auténtico cuando los círculos inte­lectuales estaban dominados por una mentalidad conservadora, neoclásica. Y es que hay que tener en cuenta que en realidad los primeros románticos no son innovadores radicales, sino que sigue influyendo en ellos en gran medida la doctrina neoclásica en la que fueron educa­dos. De hecho, al principio la oposición entre Neoclasicismo y Roman­ticismo se identifica simplemente con la oposición entre el pasado y la modernidad. Lo ro­mántico -se piensa- proporciona placer a la sensibilidad actual, mientras que lo clásico re­presenta el estilo de otra época, responde a un gusto que ya ha caducado.

6.2.1. Sobre el hibridismo genérico

Uno de los puntos de oposición al Neoclasicismo planteado en el «Prefacio» a Crom­well tiene que ver con la mezcla de géneros. Hugo cree que el teatro tiene que ser un es­pectáculo total, que tiene que ser una representación completa y no solo parcial de la vida, y por tanto cree que en una misma obra tienen que aparecer elementos cómicos mezclados con elementos trágicos, tal y como ocurre en la vida real. Estas ideas afectan incluso a la duración del espectáculo. Lo normal era representar en una sola se­sión dos piezas teatrales: primero una tragedia -pieza principal-, que duraba unas dos ho­ras, después una hora de entreacto -con espectáculos más o menos divertidos para entrete­ner-, y luego una comedia que duraba una hora más. En total, pues, cuatro horas. Pero esto ya no es necesario si Hugo quiere que los elementos de la comedia se mezclen con los de la tragedia y todo se dé en una sola pieza. De hecho, su idea de drama romántico implica mez­clar esas distintas clases de diversión, para que se pase de la seriedad a la risa y luego de nuevo a lo serio, como ocurre en la realidad cotidiana. Pues es obvio que en la vida la be­lleza y la fealdad aparecen mezcladas, y por tanto también en una obra debe ser así. De modo que no es necesario respetar el principio del decoro y dejar que solo lo bello entre en la obra, ni hay que fijar unas leyes para cada género y decir que lo feo y desagradable solo puede en­trar en la comedia -y en clave de humor: para ridiculizarlo-, mientras que lo sublime, lo noble, solo puede entrar en géneros como la tragedia o la épica. Esto es lo que defiende la teoría de la pureza de los géneros, ligada a los tres estilos -sublime, medio, ínfimo- y todo dominado por el principio del decoro. Pero Hugo aboga por un arte moderno totalizador, que se haga vivo reflejo de lo que ocurre realmente en la vida, y en la vida lo cómico y lo trá­gico no se dan por separado. Separarlos es algo artificial, forzado.
Esta idea apunta ya la disolución de los géneros y de los estilos, y la defensa de formas híbridas: todo tiene que confundirse, como ocurre en la vida. Ahí vemos que se defiende un tipo de poesía que sea traducción completa de la realidad, que se base en la unión de opues­tos y en la armonía de contrarios. Esto es lo mismo que dirá también Stendhal cuando utili­ce la metáfora del espejo para referirse a la creación novelesca: la novela es como un espe­jo que refleja la realidad de la vida, «un espejo que se pasea a lo largo de un camino», y no es culpa del espejo que pasen por delante de él gentes feas y desagradables: están ahí tam­bién. Hugo, a diferencia de lo que había dicho Diderot en la Paradoja del comediante, quie­re que el teatro se acerque a la vida, que sea su fiel reflejo. Aunque también exige que el material extraído de la realidad cotidiana sea trabajado artísticamente hasta conseguir que sea su esencia lo que llegue a la obra y que, en definitiva, el resultado sea mejor, más bello que al principio. De ahí precisamente que pueda defenderse el teatro en verso: el verso es el aña­dido estético, lo que embellece la vida.

6.2.2.

Las edades de la poesía

En su «Prefacio», Hugo parte del convencimiento de que la poesía depende de la so­ciedad en la que es cultivada y examina así las tres grandes etapas del mundo: los tiempos primitivos, los tiempos antiguos y los tiempos modernos (1989: 24 y ss.). Hay que ver esta teoría como un intento estratégico de transmitir un mensaje importantísimo: los tiempos han cambiado y hay que crear un nuevo tipo de arte, el arte moderno o romántico. Desde este convencimiento, desarrolla Hugo su teoría de la adecuación entre etapas históricas y formas poéticas, una teoría de la que surge una inter­pretación dialéctico-simbólica de la poesía:

1. Tiempos primitivos: indican el nacimiento de la humanidad. La poesía tiene en este primer estado un marcado carácter religioso, se da en forma de himno, es una oda dedicada a Dios, a la naturaleza, a la creación. Es un rito religioso. La sociedad es una sociedad teo­crática y el género literario propio de esta edad primitiva es la oda.
2. Tiempos antiguos: nacen las naciones y, pronto, los conflictos entre ellas, las gue­rras, los imperios, la historia de cada nación, etc., y la poesía refleja estos grandes aconteci­mientos y se hace épica, destacando la figura de Homero. Después de la epopeya nace tam­bién la tragedia -según Hugo, también dominada por el carácter épico de esta edad anti­gua-. Por tanto, el género literario propio de la edad antigua es la epopeya.
3. Tiempos modernos: se corresponden con el fin del paganismo y la llegada y triun­fo del cristianismo, la religión verdadera -dice Hugo (1989: 28)- con la que nace la civi­lización moderna y con la que nace también «un nuevo sentimiento, desconocido por los an­tiguos y singularmente desarrollado en el hombre moderno, un sentimiento que es más que la gravedad y menos que la tristeza: la melancolía».
Conviene detenerse en esta última etapa, pues es la que de veras le interesa analizar a Victor Hugo. La edad moderna se caracteriza por el desarrollo de una nueva religión y de una sociedad nueva, lo que da paso, también, a una nueva poesía y al dominio de un nuevo género: el drama. Antes, la poesía épica solo daba cabida a una parte de la naturaleza, la que se ajustaba a una determinada concepción de la belleza: los héroes, las grandes acciones, etc. Pero el cristianismo «lleva la poesía a la verdad» y demuestra que no todo lo creado es be­llo, que también hay fealdad y que lo feo está al lado de lo bello, como lo deforme cerca de lo gracioso, y el mal cerca del bien. Por tanto, un arte que no recoja todo eso será siempre incompleto. La poesía tiene que dar el gran paso de imitar a la natu­raleza mezclando sus elementos, aunque sin confundirlos: saber qué es bello y qué es feo, o qué es bueno y qué es malo. Hugo justifica esa mezcla diciendo que el cristianismo presen­ta el mal al lado del bien para que, por comparación, lo bueno sea mejor comprendido.
Al producirse la entrada de lo grotesco en el arte mezclándose con lo sublime y lo de­coroso se desarrolla una nueva forma artística: el arte moderno. Esta es, pues, la diferencia fundamental que separa el arte antiguo del moderno: en el arte antiguo, lo grotesco no se mezcla con lo sublime, sino que se da una cosa o bien otra, y el resultado es uniforme; el genio moderno, en cambio, mezcla los contrarios y consigue ser así más fiel a la realidad de la vida, donde se dan cita todos los opuestos. Así, tenemos a un Rubens, por ejemplo, que en medio de una escena solemne en la que se representa una ceremonia puede presentar a un enano, o bien algo grotesco. Nada de esto era posible cuando se creía en una belleza universal y en que solo esa belleza era digna de ser imitada por el arte. Esto provocaba una evidente monotonía que la mezcla con lo grotesco ha podido combatir. Por­que crear una obra mediante la superposición de cosas bellas o sublimes no provoca, en opi­nión de Hugo, ningún contraste y termina por aburrir. En cambio, lo grotesco es una especie de paréntesis en medio de tanta monotonía y, además, al estar al lado de lo be­llo hace que pueda apreciarse mejor la belleza por contraste con lo que no es bello. Si todo es bello, la belleza misma pierde interés, no llama la atención.
Hugo sabe que van a criticarle el hecho de elevar lo grotesco a categoría estética por­que eso atenta contra las leyes del buen gusto y porque para la mentalidad neoclásica el arte tiene que corregir los aspectos desagradables de la Naturaleza: o los destierra o los recrea embelleciéndolos. Sin embargo, el escritor francés considera que si lo sublime representa al alma depurada por la moral cristiana, lo grotesco es la otra cara de la moneda, y personajes representantes de ambos conceptos deben aparecer en la literatura moderna porque la Hu­manidad está compuesta tanto por gente de comportamiento moral ejemplar como por gente dominada por las pasiones, los vicios, los crímenes, etc.
Para ilustrar la influencia de lo grotesco en el tercer tipo de civilización -la moder­na-, Hugo cita tres nombres: Ariosto, Rabelais y Cervantes. Según su opinión, en estos tres autores se encuentra mezclado lo bello con lo grotesco, aunque en ellos exista un claro predominio de lo grotesco y para Hugo lo ideal sea conseguir un perfecto equilibrio entre estos dos principios. Ese equilibrio lo consigue Shakespeare, considerado por Hugo como una especie de dios del drama.
Para concluir esta primera parte de su prólogo, Hugo insiste en que la poesía tiene tres edades que se corresponden con una época determinada de la sociedad: la oda (edad primi­tiva), la epopeya (edad antigua) y el drama (edad moderna). Dicho de otro modo: «los tiem­pos primitivos son líricos, los tiempos antiguos son épicos, los tiempos modernos son dra­máticos». El centro de atención de cada uno de estos géneros también va­ría. Así, según Hugo, la oda canta la Eternidad, la epopeya canta la Historia y el drama canta la Vida -por eso tiene que reflejada completamente, sin olvidarse de nada-. Los persona­jes de cada uno de estos géneros -asegura Hugo- son también distintos: los personajes de la oda son auténticos colosos -Adán, Caín, Noé-; los de la epopeya son hé­roes, auténticos gigantes -Aquiles, Orestes, Ulises-; los del drama son hombres de carne y hueso -Hamlet, Macbeth, Otelo-. Ahí se advierte claramente la progresión: de lo más exagerado a lo más real. Como se aprecian también con claridad las fuentes principales de cada uno de los géneros citados: La Biblia, Romero y Shakespeare.
Hugo va más allá en sus reflexiones y afirma que a cada una de etapas presentadas le corresponde un carácter determinado. Así, asegura que la etapa primitiva se caracteriza por su ingenuidad, la antigua por su simplicidad y la moderna por su verdad. Estas son las tres fases de la humanidad y hay que entender que Hugo se refiere a lo que domina en cada una de esas fases, lo que no quiere decir que en cualquiera de ellas no se encuentre lo presenta­do en las otras. Escribe hugo al respecto: «Y es que no hemos pretendido de ningún modo asignar a las tres épocas de la poesía un ámbito exclusivo, sino fijar tan solo su carácter do­minante».
Como lo que de veras le interesa a Hugo es hablar del drama y presentarlo como una combinación perfecta entre lo sublime y lo grotesco, pasa a hablar inmediatamente de las re­glas convencionales que los críticos neoclásicos han construido alrededor de este género y a presentarlas como una especie de encadenamiento forzoso del que es preciso liberarse.

6.2.3.

Sobre las tres unidades dramáticas

Hugo se opone a la distinción de géneros tan perseguida por el Neoclasicismo; la cali­fica de «arbitraria». También descree de las tres unidades. Solo acepta, por indis­cutible, la unidad de acción, que es la única que realmente exigía Aristóteles y de ahí que Hugo la considere «la única verdadera y fundamentada», la única que «está desde hace mu­cho tiempo fuera de toda sospecha». Defiende la unidad de acción porque se basa en una limitación humana: el hombre no puede ver más de un conjunto de cosas a la vez. Sin embargo, es consciente de que el respeto a esta unidad ha sido a veces ne­gativo porque algunos autores no han entendido bien y por unidad de acción entienden sim­plicidad de acción: una acción solamente a lo largo de todo el drama. Hugo sabe que unidad de acción quiere decir, simplemente, que ha de existir una sola acción principal, lo que de ninguna manera excluye la posibilidad de que aparezcan también acciones secun­darias que conduzcan hasta esa acción central y hagan que la obra sea más compleja.
Respecto a las otras dos unidades -la de tiempo y la de lugar-, para Hugo forman parte de un invento, de un «código pseudoaristotélico». Y desde luego acierta de pleno al señalar que quienes defienden la regla de las tres unidades lo hacen apoyándose en la verosimilitud sin darse cuenta de que esas unidades atentan justamente contra lo verosímil. Se refiere a que resulta totalmente inverosímil mantener la unidad de lugar, por ejemplo. Hacer que toda la acción pase en un único lugar obliga a ir concentrando allí a todos los personajes -lo que ya resulta bastante forzado- y a que existan personajes que vayan contando lo que ocurre en otras partes, que vayan informando de las acciones que tie­nen lugar en otras partes y son importantes para entender la acción principal. Por ejemplo: si la acción principal se concentra en un interior de un palacio hay que pensar que otras co­sas pueden haber ocurrido en la plaza pública, o en el templo, o en un cruce de caminos, y como no puede cambiarse continuamente el decorado para verlas directamente porque la uni­dad de lugar lo impide, entonces alguien tiene que contarlas. Incluso a veces es necesario un salto temporal para mostrar algo que ocurrió en el pasado y hay que trasladarse a otro lugar, y si esto no es posible, solo hay una manera de referirse a ese pasado: que alguien lo cuen­te. Por tanto, a Hugo le parece que enmarcar toda la acción en un único lugar será siempre algo artificial. Él prefiere los cambios de decorados porque así es también la vida: nos mo­vemos de un lugar a otro y nuestras acciones se desarrollan en distintos lugares. De todos modos, reconoce que no es bueno un abuso en los cambios de decorado porque eso puede confundir y cansar al espectador.
Y en cuanto a la unidad de tiempo -a la exigencia de que toda la acción transcurra en un máximo de veinticuatro horas-, también le parece ridícula y muy poco sólidos los argu­mentos que la sostienen. Hugo viene a decir que cada acción tiene una duración propia y un lugar concreto en el que transcurre, y no puede destinarse la misma dosis de tiem­po para todas las acciones. Eso es inverosímil y resulta muy forzado.
En resumen, las unidades le parecen a Hugo una especie de «jaula», una cárcel que im­pide la libre creación del artista. O como dice él mismo con una imagen perfec­ta: las unidades son unas tijeras con las que se le cortan las alas al genio. A quie­nes las defienden los llama «mutiladores dogmáticos».
Lo curioso es que al final del «Prefacio», cuando Hugo explica cómo ha construido su drama Cromwell, reconoce que esta obra se adapta a esa prescripción clásica de las unida­des, pero no por querer respetar ese dogma, sino porque es fiel a los hechos históricos en los que se basa. Sabe que escoger ciertos temas presenta obstáculos creativos: dar sal­tos temporales, cambiar el decorado, avanzar la acción, etc., pero cree que esto no pueden legislarlo los preceptistas, sino que tiene que quedar en manos del genio; él es quien tiene que resolver estos problemas creativos libremente, sin normas que coarten su libertad. Como ejemplos de poetas geniales presenta Hugo a Pierre Corneille - y aludirá a la famosa «Que­rella del Cid»- y a Racine -que no creó con absoluta libertad porque los prejuicios de su siglo lo paralizaron-, y con ellos querrá demostrar que pese a todas las trabas, los genios terminan por imponer su creatividad.

6.2.4. Sobre la imitación de modelos

También alude Hugo en su «Prefacio» al precepto clásico de la imitación de modelos. Y se esforzará en clarificar que hay dos tipos de modelos: los que se han convertido en mo­delos por su respeto ejemplar a las reglas clásicas y los que han servido para formular esas reglas. Estos últimos son para Hugo los auténticos genios: crearon libremente y luego otros elevaron a categoría de norma estética, lo que ellos hicieron. Como es obvio, esta idea que­da muy cerca de la concepción kantiana del poeta genial.
Hugo cuestiona incluso la idea misma de la imitación porque sabe que una imitación nunca supera al modelo original. Se pregunta al respecto: «¿El reflejo vale acaso la luz?». Imitar la perfección de los antiguos -asegura- es imposible porque ya no so­mos paganos como ellos, y una persona criada en la tradición cristiana nunca podrá sentir lo mismo que sintió un griego o un romano: cuando cambia la civilización, cambia la manera de sentir y el arte cambia también. Y además Hugo es consciente de que es absurdo preco­nizar la imitación de los antiguos porque su teatro es distinto del teatro moderno, y de algún modo insistir en imitar un teatro que se desarrolló en el pasado, manteniendo sus mismas ca­racterísticas, es perder toda la noción de evolución, de progreso. De hecho, el Cla­sicismo se caracteriza justamente por su incapacidad para entender la evolución artística: no hay un más allá después de los antiguos, ellos llegaron a la perfección y ya no puede hacer­se nada nuevo ni mejor; solo cabe la imitación. Para Hugo, esto equivale a defender la me­diocridad, a hacer apología de los puros imitadores, cuando el arte no debería aceptar nunca semejante conformismo. Cree que si a pesar de la exigencia de la imitación ha habido buenos poetas, se ha debido a que esos poetas de algún modo han conseguido hacer asomar su genio, es decir: se han escuchado a sí mismos y no se han limitado a imitar a los modelos. Pero la mayoría de imitadores no hacen más que seguir al modelo y por eso se fo­menta la mediocridad. Y Hugo cree que ha llegado la hora de poner punto final a los pre­ceptos y proclamar la libertad creadora: ni reglas ni modelos. En su opinión, las únicas le­yes que pueden existir son las leyes de la naturaleza y las que cada tema concreto compor­ta, y estas leyes no están contenidas en ninguna poética. Por otra parte, estas son las únicas leyes que el genio respeta. No las aprende, sino que las extrae de su conocimien­to directo de la realidad -de la naturaleza-, y las que se refieren al tema tratado las adivi­na por inspiración. Esta idea lleva a Hugo a acordarse de Lope de Vega, y cita aquellos ver­sos del Arte nuevo de hacer comedias en este tiempo en los que el poeta español dice que cuando ha de hacer una comedia encierra los preceptos con seis llaves, preceptos que cono­ce a la perfección, como lo demuestra -para que no puedan tildado de ignorante- al prin­cipio de su discurso, pronunciado ante una audiencia de académicos.

6.2.5. Sobre la autonomía del arte

Otro tema interesante abordado por Hugo en su «Prefacio» es el de si la realidad del arte es la misma que la realidad de la naturaleza. Este tema parece conducimos directamen­te a la ficcionalidad. Hugo se refiere a que el arte tiene sus propias leyes y a que, aunque tome como material cosas de la naturaleza, tiene luego que transformarlas. Por ejemplo, si se asiste a una representación del Cid, de Comeille, hay que aceptar ciertas leyes artísticas: que el Cid hable en verso, que hable en francés, que no sea el Cid histórico, sino un ac­tor que representa al Cid, etc. Y es que «el ámbito del arte y el ámbito de la Naturaleza son perfectamente distintos». Y, según Hugo, el drama tiene que ser un espejo en el que la naturaleza se refleje, pero un espejo que muestra lo reflejado ya de un modo distinto, «tocado por la varilla mágica del arte».
Cuando Hugo se refiere al propósito del arte -del drama-, sorprendentemente ve­mos que no está muy alejado de los principios neoclásicos: el arte tiene que divertir y ense­ñar. Lo que tiene que enseñar, más concretamente, es el interior y el exterior del hombre: sus costumbres y su conciencia. Como tiene que mostrar las costumbres de los hombres, el drama tiene que impregnarse del «color de los tiempos», tie­ne que ser capaz de recrear el espíritu de cada época, de cada siglo, y para eso es necesario mucha disciplina y estudio -precisamente la última parte de este «Prefacio» está destinada a explicar cómo Hugo se documentó rigurosamente sobre la figura histórica de Olivier Crom­well para poder escribir su drama-. Ahí vemos cómo se insinúa la combinación perfecta para el genio: mucho estudio combinado con inspiración. Para Hugo, esta es la fórmula que permite apartarse de la mediocridad, de lo común, y conseguir grandes logros artísticos. Y precisamente para apartarse de la mediocridad, Hugo hace una defensa del verso en el dra­ma, justo en un momento en el que ciertos autores y críticos empezaban a preferir la prosa. Cree que manejarse con la complejidad del verso tiene mucho más mérito y que defender la prosa para el drama es facilitar que muchos mediocres lo cultiven, pues es mu­cho más fácil escribir en prosa. Pero de todos modos, estas cuestiones sobre ver­so o prosa son cuestiones formales totalmente secundarias para Hugo; en su opinión, lo verdaderamente importante es que el autor sea un genio y que se arriesgue en la creación, que tome decisiones propias, que invente un es­tilo.
Hugo no pretende mostrar su propia poética, sino deshacerse de las poéticas neoclá­sicas. No quiere presentar un sistema de ideas nuevas, sino defender «la libertad del arte contra el despotismo de los sistemas, de los códigos y de las reglas». Combatir todo tipo de dogmatismo en arte. Es muy consciente del cam­bio de siglo y de que el siglo XIX tiene que sacudirse de encima la presión -la opresión­- del siglo XVIII, esa concepción del arte -el credo neoclásico- que impide a los genios desarrollar completamente su talento. Los jóvenes poetas no pueden entender ya el gusto artístico del siglo pasado que algunos críticos insisten en mantener. Los tiempos cambian y el arte evoluciona como evoluciona la lengua y como evoluciona todo en general. Es­cribe Hugo al respecto: «Ni las lenguas ni el sol pueden pararse. El día en que se fijan, mueren».
Con un tono esperanzador, Hugo advierte que ya se están manifestando signos de una nueva crítica literaria distinta a la neoclásica y también distinta al falso Romanticismo de ciertos autores. Esta nueva crítica romántica -piensa Hugo (1989: 92-93)- dejará de juz­gar las obras en función de reglas y géneros convencionales y lo hará basándose solo en las leyes particulares de cada obra concreta. Dejará de ser una crítica negativa, que busca solo defectos, y será una crítica de elogios, que señalará bellezas. Entre otras cosas, porque -como dejara ya claro Longino en su tratado Sobre lo sublime- no sirve de nada señalar defectos: todo el mundo los tiene, incluso los genios cometen errores, pero son errores pe­queños, sin ninguna importancia al lado de los grandes logros, que es lo que a la crítica debe interesarle realmente. Escribe Hugo al respecto: «El genio es necesariamente desigual. No hay montañas altas sin abismos profundos».
Por otro lado, Hugo, a diferencia de los neoclásicos, es muy consciente de la evolución artística, y por eso dice que ciertas cosas que pueden parecernos defecto de un autor puede que se deban a un gusto de época, a una moda, o a otras cuestiones que externamente influ­yen sobre él y que solo una rigurosa reconstrucción histórica puede advertir. La crítica nue­va comprenderá bien esto -piensa Hugo- y se interesará entonces por la intención del autor, por sus objetivos artísticos. Y, en definitiva, será una crítica que juzgue el arte por el placer que nos hace sentir.