domingo, 29 de enero de 2012

Escritura Dramática-Tema 2D-Teoría: La originalidad

La originalidad

     Hasta el siglo XVII se consideró que toda creación poética se basaba en la imitación de una realidad (más concretamente de una naturaleza, inte­rior o exterior), y, por tanto, cualquier innovación se consideraba una es­pecie de «atentado». El dramaturgo aparecía, así, como un recreador, al­guien que se limitaba a actualizar los mitos tradicionales, acercándolos a los gustos de su época.
Cuando se da el salto de la imitación a la expresión de los sentimientos del creador, éste pasa a ser, en vez de espejo de la naturaleza, el poseedor de una segunda naturaleza. En el Romanticismo, alcanza su apogeo este concepto de creador en cuanto poeta-vidente que conoce el contenido y la forma oculta de las cosas (como vemos, copia así el modelo del «viden­te ciego» de las tragedias griegas). Esta función expresiva no se basa ya en la imitación exterior, sino en la creación interior del poeta. El filósofo idea­lista Fichte, al defender el yo como la única realidad absoluta (dotado de una infinita potencia creadora), abrió el camino a una nueva visión del ar­te. A partir de ese momento empieza a valorarse socialmente la originali­dad en cuanto mirada o punto de vista personal del escritor de cómo son y cómo pasan las cosas a su alrededor, y su manera de reflejarlo en su obra. Hasta entonces, el mérito del escritor residía en la calidad de la escritura, y no en la originalidad -en el sentido de novedad- de las historias que contaba.
La cuestión de la dimensión de la originalidad ha sido siempre muy dis­cutida entre los creadores, aceptándose o rechazándose influencias y es­cuelas según estilos y épocas, así como su relación con ideas y creaciones anteriores. Como criterio general podríamos señalar que ninguna «obra nueva» llega a la existencia sin un lazo orgánico con el pasado. La innova­ción nunca es sólo personal, sino que está enmarcada en una dimensión cultural e histórica determinada. La libertad creativa total, sin contar de al­gún modo con la tradición y con ciertos límites donde el trabajo del escri­tor debe situarse, puede ser peligrosa para su obra. La pérdida de una fuer­za organizadora debilita la estructura, el significado y el valor definitivo de la obra de arte. Pero repetir esquemas establecidos restará fuerza al en­frentamiento con lo común y conocido que debe tener la creación para merecer ese nombre. José Antonio Marina dice a propósito de la originali­dad del escritor:

Inventar es fácil, lo difícil es acertar. Repetir es fácil, lo difícil es innovar. En el acierto y en la innovación interviene el sistema de valores del artista, lo que se llama «gusto», y que es la más profunda, original y trascendente invención del creador.

Peter Handke considera la tarea del creador como una vuelta atrás y una búsqueda en su conocimiento no consciente: «El arte es una exploración de lo olvidado, no de lo desconocido, sino de lo que siempre se supo y ha si­do olvidado en el hombre». En esta misma dirección dice Genet que «crear es siempre hablar de la infancia». Para Jorge Guillén «la originalidad se limi­ta a intentar conseguir ser uno mismo», lo cual encierra, evidentemente, una gran dificultad. Ralph W. Emerson sostiene una posición similar en sus importantes ensayos sobre el tema, y aconseja que el hombre se escuche a sí mismo, pues «las fuentes están en nuestra propia mente», y «toda forma es un efecto del carácter».

Emerson admira la infancia, porque los niños no se amoldan a nada, y considera que es digna de imitar su actitud independiente, irresponsable, mirando desde su rincón las cosas y las personas y juzgándolas de modo rápido y sumario, sin doblegarse nunca ante la conformidad, las conse­cuencias de sus actos, ni intereses de ningún tipo. La falta de originalidad, en su opinión, es una falta de confianza en uno mismo, lo que es negativo para la relación del hombre con el mundo. Estos puntos de vista sobre la creación son semejantes a los de Camus que explica el tema de la origina­lidad de una manera sencilla y poética: «Cada escritor debe saber de dón­de mana su manantial.»

El autor, pues, debe expresarse a partir de aquello que conecta más profundamente con sus experiencias íntimas, con su temperamento, co­mo diría Flaubert en una reflexión ya célebre por su acertada precisión: «El escritor ha de intentar encontrar el tema o los temas que conectan con su temperamento». Flaubert insiste en que muchas veces eso es cuestión de azar, y cita el ejemplo de Cervantes, quien tuvo la fortuna, en una edad avanzada, de encontrar su «gran tema», donde tienen cabida todas sus fan­tasías interiores.
Nuestro manantial interior está lleno de «experiencias fundacionales», como dice Luis Landero en su ensayo Entre líneas, momentos y vivencias que han dejado su huella imborrable en nuestro interior, provocando en nosotros respuestas para toda la vida. A modo de ejemplo, nos cuenta dos experiencias fundacionales de Rousseau y Camus. A los 16 años Rousseau robó una cinta del pelo y dejó que el castigo cayese sobre una criada. En las Confesiones y las Ensoñaciones de un paseante solitario se recrea mu­chos años después aquel episodio. Camus, siendo niño, vio cómo un tran­vía atropellaba y mataba a una niña. En ese instante decidió que Dios no existía, y que la vida era absurda.
El asunto de las fuentes del escritor es más complejo de lo que parece a simple vista, ya que sucesos aparentemente importantes de nuestra vida pasan sin dejar huella, y otros de los que apenas somos conscientes, que­dan grabados para siempre en el fondo de nuestra alma. Por eso resulta tan difícil conocer nuestro manantial secreto y los resortes que conectan nuestra sensibilidad a nuestro talento. Parece ser que fue Séneca el primero que difundió dos imágenes que hicieron fortuna en siglos posteriores, para definir los dos caminos opuestos en el terreno de la creación: el que, como un gusano, extrae la seda de dentro de sí mismo, y el que, como la abeja, elabora el néctar libando diversas flores.

ORIGINALIDAD y LENGUAJE

Es importante señalar que la originalidad del escritor no sólo se mani­fiesta en el terreno de las ideas, sino también a la hora de trasladadas a su material específico: las palabras. Con ellas tiene que construir su obra en la intimidad del papel o del ordenador. La materia prima elemental del escritor son las palabras. En la parte del libro dedicada al lenguaje ha­blaremos específicamente de este tema. No obstante, tenemos que hacer aquí una breve referencia al mismo, pues no es posible estudiar la origina­lidad sin mencionar el lenguaje, que es precisamente el territorio específi­co donde esa originalidad se manifiesta: "Son las palabras espejos mágicos donde se evocan todas las imágenes del mundo», decía Valle-Inclán. Pági­nas enteras en la historia de la literatura están dedicadas a comentar la re­lación creación-técnica que se establece con el acto de la escritura.
Luis Landero escribe en su obra Entre líneas:

Cuando uno tiene ya la historia estructurada, amueblado el primer capítu­lo, y diseñada la primera escena, llega la hora de escribir. Hasta entonces, uno ha hecho planes para emprender un viaje: se ha provisto de un mapa, de una brújula, de víveres y de otra mucha impedimenta. Ahora, en el momento de escribir, el viajero echa a andar. Y es entonces cuando surgen imprevistos: a veces el plano no sirve, ni la brújula, y hay que cambiar el rumbo sobre la mar­cha. Un personaje secundario, de pronto exige ser elevado de rango, y otro, que tenía jerarquía de protagonista, se difumina sin saber cómo. Tal situación, que en los preparativos nos había parecido de gran importancia, se desinfla de golpe, pero surge otra, en la cual ni siquiera habíamos reparado. Se hace ca­mino al andar: se hace relato al escribir. Las cosas nunca salen como se pro­yectaron, afortunadamente. Por eso escribir es una de las tareas más laborio­sas y extraordinarias que existen. Y es ahí, en la escritura, en esos momentos en que nos visita la inspiración y acertamos a encontrar el tono de la historia, cuando el oficio pierde su soberanía y uno se encuentra solo, como un niño perdido, para su angustia y su felicidad, en una fiesta multitudinaria.

Todos los escritores conocemos bien esa sensación de la "pérdida en el laberinto" de que habla Landero. Habitan varios seres dentro de nosotros, y cada uno de ellos vive el momento de la escritura de forma diferente: placer, responsabilidad, importancia, aventura, descubrimiento... Desgra­ciadamente la voluntad del escritor no incide directamente en el terreno de sus aciertos ni de su originalidad -¿quién no desea escribir una obra innovadora y llena de calidad?-, pero sí puede sernos valiosa, al menos, a la hora de evitar errores. La decisión de huir del tópico, de lo fácilmente reconocible, de lo vulgar, de lo común y elemental, y, en definitiva, de lo fácil, será una guía en nuestro trabajo. Es sumamente difícil descubrir por dónde escalar una dura y escarpada montaña, pero hay una forma eviden­te de no hacerlo: ponerse a dar vueltas a la misma por caminos allanados,


Apuntes extraídos de La escritura dramática, José Luis Alonso de Santos






domingo, 22 de enero de 2012

Dramaturgia- Teoría-Tema 3: Las reglas del teatro en el siglo XX. Alfred Jarry.

LAS REGLAS DEL TEATRO EN EL SIGLO XX
1.-Alfred Jarry
El tránsito del siglo XIX al XX nos ofrece una visión del teatro abso­lutamente renovadora. Van a convivir muchas maneras distintas de ver el trabajo teatral, y se va a reaccionar contra un realismo degradado y contra la estética ilusionista, cuestionando de nuevo los conceptos de mímesis, necesidad de unidad de acción, verosimilitud, etc. Ya no hay certezas, sólo incertidumbres acerca de los modelos que hasta ahora habían sido eficaces, y se va a proponer una mayor atención a los elementos de la puesta en escena, otorgando, a veces, al cuerpo del actor el centro de la representa­ción.
No tardaría mucho en aparecer la primera gran contestación al realismo de las últimas décadas del siglo XIX. La principal destrucción de la norma imperante, desde el texto dramático propiamente dicho, fue debida a un joven alumno de enseñanza media, llamado ALFRED ]ARRY (1873­-1907). A la edad de dieciséis años escribió una obra que, en su prime­ra versión, era un teatro de marionetas, de ahí la carga caricaturesca y el carácter de farsa de los personajes, sus tics, lenguajes, gestos y poses.
El texto, llamado inicialmente Los polacos, será pronto universal­mente conocido Ubú rey. Se ha dicho que con Ubú rey se inicia el su­rrealismo y otros intentos vanguardistas del siglo XX, como el absurdo, particularmente el de Ionesco. No hace falta ser muy perspicaces ni co­nocer su origen para ver que Jarry se está riendo de sus criaturas, ante todo del protagonista, el Père Ubu, o tío Ubú, como quizá haya que tra­ducirlo. Pero se mofa también de su mujer, la tía Ubú, así como de los ambientes y lenguajes que se incluyen en la obra, de las historias y re­latos que en ella se ironizan, del propio teatro trágico, con sus héroes, reyes, intrigas, conflictos ridículos, ambiciones e incultura. Esta risa destructiva y grotesca no era la risa de la comedia o del vodevil, siem­pre controladas por el buen gusto y la moderación exigidos por el pú­blico teatral. En el fondo, Jarry se está riendo del propio teatro. Para Oliver Walzer, en Ubú rey, como luego en el teatro dadá, se produce una voluntad de ruptura, de querer sorprender y provocar, de lanzar el lenguaje teatral por las aventuras menos controladas y hacer saltar en pedazos los castillos del sueño, de lo maravilloso y del humor. Ubú rey representa, desde esta perspectiva, algo nuevo, un comienzo absoluto. Es la primera brecha abierta en la concepción del teatro tradicional en nombre de lo absurdo, de lo irrisorio e irracional.


Ubú, antiguo rey de Aragón y capitán de dragones de Polonia, es representado como un obeso fanfarrón. Su mujer, la tía Ubú, lo empuja a destronar al rey Wenceslao para enriquecerse. Así lo hace Ubú. Acto seguido apremia a los nobles y a los financieros con una energía que deja atónita a la propia tía Ubú. Pero Ubú será echado del trono por Bougrelas, hijo del rey destronado, que cuenta para ello con el apoyo del zar de Rusia. Por su enorme barrigón, por sus juramentos y tacos, entre ellos ese merdre (mierdra) que tanto escan­dalizó en su estreno, este personaje burlesco, tirano, tonto y cruel se gana un lugar en la mitología dramática. Por su parte, la historia del siglo xx se ha encargado, por desgracia, de mostrárnoslo repetidas veces en la realidad.       .

Textos de Alfred Jarry entregados en fotocopias:
-De la inutilidad del teatro en el teatro.
-Doce argumentos sobre teatro.
-Cuestiones de teatro.