domingo, 6 de noviembre de 2011

Escritura Dramática- Tema 2B-Teoría: Los sueños

LOS SUEÑOS Y EL INCONSCIENTE COMO RESORTE CREATIVO

En la tradición literaria es habitual el tema del sueño como metáfora de la vida del hombre (Shakespeare, Calderón, etc.). En El caballero de Ol­medo, también Lope de Vega utiliza los sueños, haciendo referencia en es­te caso a su dimensión mítico-reveladora:

ALONSO
De decirte me olvidaba unos sueños que he tenido.

TELLO
¿Agora en sueños reparas?

ALONSO
 No los creo, claro está, pero dan pena.

       TELLO
Eso basta.

ALONSO
No falta quien llama a algunos
revelaciones del alma.

SIGMUND FREUD Y EL PSICOANÁLISIS.-

Un aspecto de las relaciones sueños-creatividad, que es conveniente destacar, es la gran importancia que tiene en las teorías psicoanalíticas co­mo vía de acceso a imágenes, recuerdos y pulsiones emocionales guar­dadas en el inconsciente, que afloran así a nuestro presente. En palabras de Freud: «la forma en que se sirven los poetas de los sueños como medio auxiliar de la creación artística".
Si aceptamos las teorías psicoanalíticas -al menos como una lectura metafórica de ciertos fenómenos de la mente humana-, y su idea central basada en la existencia de procesos psíquicos que, comportándose activa­mente, no llegan a la consciencia del sujeto, es fácil dar el paso siguiente y enlazar los elementos fantásticos que intervienen en nuestros sueños con nuestra-creación, que se nutrirá, por tanto, con componentes del incons­ciente.
Existe, según Freud, un género de olvido que se caracteriza por 1o difí­cil que resulta despertar su recuerdo, como si una resistencia interna se opusiera a su resurgimiento. Ese material anímico no consciente se im­pondrá después, de una forma u otra, al sujeto, variando su intensidad en función de las características de la represión originaria y los complejos de culpa que genere. Y se manifestará en forma de sueño, delirio neurótico o creación según la personalidad del sujeto. De ahí la gran importancia que tiene, según esta línea de pensamiento, la conexión sueños-imaginación en la vida del escritor. De alguna manera, lo reprimido regresa siempre victorioso, viene a decirnos Freud, y uno de esos retornos posibles es la fantasía y la ficción, elementos esenciales de la creatividad.
Como ciencia independiente -es decir, ya al margen de la filosofía-, la psicología nace a finales del siglo XIX y se desarrolla con fuerza a lo largo del siglo XX, momento en que se fragmenta en una pluralidad de corrientes y enfoques: el Estructuralismo, el Funcio­nalismo-Conductismo, y el Psicoanálisis. Las dos primeras escuelas se centran en el com­portamiento humano, en cuestiones que pueden ser observadas mediante los sentidos, em­píricamente, mientras que la tercera de las escuelas citadas, el psicoanálisis, se interesa por la vida interior de la persona y estudia «las raíces últimas de la volición humana, del deseo: el impulso o instinto». Los procesos inconscientes de la conducta huma­na pasan así a primer término. Para el ámbito de la teoría y la crítica literarias, lógicamente, lo interesante es ver cómo desde estas distintas corrientes surgen una serie de herramientas que permiten enriquecer el comentario de las obras literarias. Y en este sentido, el psicoaná­lisis (o psicología analítica) adquiere una relevancia especial, pues es la corriente más rica  en enlaces con lo literario. En la base de todas las tendencias psicoanalíticas se encuentra sin duda la doctrina de Sigmund Freud, y, después de esta figura central, hay que destacar, so­bre todo teniendo en cuenta las aportaciones a la crítica literaria, a Carl Gustav Jung y a Jac­ques Lacan. Aunque podría hablarse también de otros destacados seguidores de Freud, como Otto Rank y Alfred Adler.
El psicoanálisis enfatiza la irracionalidad del comportamiento humano y postula la exis­tencia del inconsciente como motor impulsor de esta conducta. Suele tomarse la fecha de pu­blicación de La interpretación de los sueños (1900), de Freud, como el nacimiento del psi­coanálisis, que se irradia primero por Austria y pronto también por Alemania y Suiza. En 1906 se suman a esta corriente psiquiatras suizos como Eugen Bleuler y Carl Gustav Jung, y en 1908 se celebra la primera reunión internacional del movimiento psicoanalítico. En 1909, Freud y Jung son invitados por la Universidad de Clark, iniciándose la expansión del psicoanálisis en Estados Unidos. Puede decirse que en la década de 1920 está ya fuertemen­te arraigado tanto en Europa como en América.
En un principio, Freud propugnaba como terapia el método catártico, que consiste en liberarse de los traumas mediante su verbalización. Pero luego sustituyó este método por el de la asociación de ideas, basado en el hipnotismo, que había sido descubierto por Armand­ Marie-Jacques de Chastenet, marqués de Puysegur (1751-1825), y continuado luego por Auguste Liebeault (1823-1904) y por Jean-Martin Charcot (1825-1893), sin duda el más im­portante de los precursores franceses de Freud.
Para comprender las aportaciones del psicoanálisis a la crítica y a la teoría literarias resulta indispensable conocer bien los conceptos fundamentales con los que trabajaba Sigmund Freud.
Al estudiar la estructura de la personalidad, Freud afirma que el aparato psíquico fun­ciona mediante una serie de sistemas relacionados entres sí: el inconsciente, el preconscien­te y el consciente. El inconsciente está constituido por lo que Freud denomina «pulsiones in­natas» y por deseos y recuerdos reprimidos que intentan volver a la conciencia. Las «pul­siones» (a veces llamadas «instintos») hacen referencia a «la carga energética que mueve al organismo hacia un fin». Las hay de dos tipos: pu1siones de vida y pul­siones de muerte. Las primeras tienden a mantener la vida y a prolongarla, y ahí caben tan­to los instintos sexuales como los de autoconservación. En cuanto a las segundas, las de muerte, tienden al reposo, a la supresión de tensiones. Como se ha dicho ya, además de las pulsiones, el inconsciente es un lugar (un topos) en el que habitan recuerdos y deseos repri­midos que tratan de volver a la consciencia. Existe, sin embargo, algo que lo impide: la cen­sura. La censura es la función que deforma esos recuerdos y deseos reprimidos para que pue­dan pasar (solo así: deformados) al ámbito de lo consciente. Destacando «el carácter total­mente extraño del inconsciente», escribe Terry Eagleton sobre esta zona del aparato psíquico «que es a la vez lugar y no-lugar, completamente indiferente ante la realidad, que descono­ce la lógica, la negación, la casualidad y la contradicción, por estar irrestrictamente entrega­do al juego de los impulsos del instinto y a la búsqueda del placer» (1993: 188).
En cuanto al segundo sistema de la estructura de la personalidad, el preconsciente, hay que señalar que está formado por contenidos que pueden acceder fácilmente a la consciencia y que, si no acceden, es simplemente porque no han sido actualizados, pero pueden serlo en cualquier momento. Así, el preconsciente es una especie de almacén en el que se mantienen recuerdos y conocimientos mientras no pasan a la consciencia. Precisamente, en este paso de la fase preconsciente a la consciente sitúa Freud una segunda censura que no es deformante como la primera, sino selectiva: su función es evitar que pasen a la consciencia preocupa­ciones perturbadoras y que puedan desviar la atención.
El último sistema dentro de la estructura de la personalidad es el consciente, que se si­túa en la periferia del aparato psíquico y recibe las informaciones procedentes del mundo ex­terior y del mundo interior: sensaciones (tanto de placer como de displacer) y recuerdos, vi­vencias.
Freud habla además de «defensas inconscientes», una serie de operaciones que el apa­rato psíquico pone en funcionamiento en beneficio del individuo, del «yo». Estas defensas actúan sobre (o contra) los recuerdos y fantasías que puedan tener algún efecto perjudicial para el sujeto. Entre los principales mecanismos de defensa destaca la represión, «operación por la cual el sujeto intenta mantener en el inconsciente ciertas representaciones {pensa­mientos, recuerdos, imágenes) ligadas a la pulsión» (Paraíso, 1995: 27). La represión es una defensa porque actúa cuando la satisfacción de la pulsión puede resultar problemática para el «yo».
Otro mecanismo de defensa es la proyección, operación por la cual el sujeto localiza en otro ser pulsiones, sentimientos o deseos que extrae de sí mismo pero que rechaza. Es algo muy frecuente en los fenómenos de paranoia y de superstición. Se adjudica a otros senti­mientos y deseos que son en realidad propios. No hay que confundir la proyección con otro concepto freudiano: la transferencia. Esta se refiere a una maniobra clave en psicoanálisis para la curación del paciente. En el transcurso del tratamiento, inconscientemente el enfermo transfiere al analista los conflictos psíquicos que lo perturban y va así liberándose de ellos.
La sublimación es también una defensa que consiste en desviar hacia un fin no sexual lo que nace en realidad de la pulsión sexual. Esta pulsión resulta sublimada al ser derivada hacia actividades social o moralmente elevadas, como es el caso de la creación artística y de la investigación intelectual.
Cuando los deseos quieren salir del inconsciente y el «yo» los bloquea defensivamente se produce un conflicto interno cuyo resultado puede ser la neurosis (ya sea obsesiva, histé­rica o fóbica). El enfermo presenta síntomas que lo protegen contra los deseos inconscientes y a la vez expresan encubiertamente estos deseos. Como luego se verá, a esto lo denomina Freud una «formación de compromiso». Ante esta situación, el objetivo que se marca el psi­coanalista es «descubrir las causas ocultas de la neurosis para librar a los pacientes de sus conflictos y hacer que desaparezcan los síntomas inquietantes». Más difícil resulta hacer frente a la psicosis porque, a diferencia del neurótico, el psicópata no puede reprimir sus deseos inconscientes y se encuentra dominado por ellos, pierde todo con­tacto con la realidad y sufre alucinaciones.
En la estructura de la personalidad localiza también Freud tres instancias: el yo, el ello y el súper-yo. La primera de ellas, el yo, representa los intereses del sujeto. No es innata, sino que se forma -según Freud- entre el sexto mes de la vida humana y los tres años. En su relación con las pulsiones del mundo, el yo se protege mediante los mecanismos de defensa. El ello representa el polo pulsional de la personalidad, pues está formado por pul­siones innatas que tratan de satisfacerse. En cuanto a la tercera instancia, el súper-yo, remi­te esta a la interiorización, por parte del niño, de la ley paterna y de las normas sociales, con sus exigencias y prohibiciones. Esta instancia está vinculada, pues, a la conciencia moral, la auto-observación y la formación de ideales. Hay que tenerla muy en cuenta porque sobre la especie humana «pesan exigencias casi intolerables de una civilización edificada sobre la represión del deseo y la postergación del placer».
Por otra parte, Freud anuncia dos principios fundamentales del funcionamiento de la psique: el principio de placer (cuya finalidad es procurar lo placentero y evitar su ausencia) y el principio de realidad (que a menudo se opone al principio de placer y lo modifica, pues hace que la búsqueda de la satisfacción por parte del sujeto no se lleve a término por el ca­mino más corto, sino ajustándose a las condiciones impuestas por el mundo exterior, por la realidad).
Otro de los conceptos básicos con los que trabaja Freud, posiblemente el más conoci­do de los suyos y, de hecho, central en su obra es el del complejo de Edipo.
Consiste en amar al progenitor del sexo contrario y desear la desaparición (simbólicamente: muerte) del progenitor del propio sexo, considerado como rival para poseer en exclusiva el amor y la atención del progenitor del sexo contrario. El perío­do en que el niño (o niña) vive el complejo de Edipo oscila entre los 3 y los 5 años.
Relacionado con el complejo de Edipo está la amenaza de castración: el niño, ante el enigma de la diferencia anatómica entre ambos sexos, imagina que si la niña no tiene pene es porque ha sido castrada y entonces teme que a él le suceda lo mismo, que su padre, como castigo por sus deseos incestuosos (aquí asoma el complejo de Edipo), trate de castrarlo. Si el niño siente esta angustia, la niña, por su parte, siente su supuesta castración como una des­ventaja que intentará negar o compensar de algún modo. Es lo que se conoce como envidia del pene: la niña desea poseer un pene, ya sea externamente (para ser igual al niño) o inter­namente (con lo que aflora el deseo de tener un hijo). Es obvio que, al tratar estos temas, Freud no deja de ser un reflejo de su sociedad, totalmente dominada por el elemento mas­culino.
La superación del complejo de Edipo se produce cuando, ante la amenaza de la castra­ción como castigo, el niño decide ajustarse al principio de realidad y reprimir sus deseos in­cestuosos. Acepta entonces la autoridad del padre y hasta se identifica con él, pues lo ve como lo que llegará a ser él mismo en el futuro: un patriarca. Haciendo así las paces con su padre, el niño asume el papel simbólico de la masculinidad y supera su complejo de Edipo. Si este complejo no llega a ser superado, el niño quizá quede incapa­citado -según Freud- para el papel de padre, y muy probablemente coloque la imagen de su madre por encima de cualquier otra mujer, lo que puede conducir a la homosexualidad, pues ninguna mujer resiste la comparación con la madre. Además, la idea de que todas las mujeres están castradas puede haberlo traumatizado hasta el punto de incapacitarlo para go­zar con ellas en relaciones sexuales satisfactorias.
Los psicoanalistas se han planteado a menudo si el complejo de Edipo se da exacta­mente igual en la niña y en el niño. Freud pensaba al principio que sí, pero luego cambió de opinión, aunque creyó que podía hablarse tanto en un caso como en el otro (tanto en la niña como en el niño) de complejo de Edipo. Jung, por el contrario, creía que, para el caso de la niña, era mejor hablar de «el complejo de Electra». Para comprobar cómo el funcionamien­to del complejo de Edipo es notoriamente distinto para la niña, basta con leer este resumen de Terry Eagleton:

La niñita, al darse cuenta de que es inferior porque está castrada, se aleja desilusionada de su madre, igualmente «castrada», y concibe el proyecto de seducir a su padre; pero como este proyecto está condenado al fracaso, tiene finalmente que volver -a regañadientes- a la madre, identificarse con ella, asumir el papel que corresponde a su sexo femenino, y substi­tuir el pene que envidia, pero que nunca podrá poseer, con un hijo que desea recibir de su pro­pio padre.

JUNG Y EL INCONSCIENTE COLECTIVO.-

El concepto más conocido de la psicología de Jung es, sin duda, el del inconsciente co­lectivo, claramente relacionado con los estudios antropológicos sobre el mito y sobre ritua­les primitivos. Con este concepto, Jung hace alusión a una especie de depósito constituido por toda la experiencia ancestral de la humanidad, experiencia acumulada que inconsciente­mente afecta a todos los individuos y que, en cierto modo, los determina. El inconsciente co­lectivo puede ser visto como depósito inagotable de conocimientos, pero también como fuen­te de problemas. Si el inconsciente individual postulado por Freud contiene los elementos ol­vidados y los reprimidos por el sujeto, el inconsciente colectivo de Jung va más allá y contiene «el fondo común de la Humanidad». Pero Jung no deja de ha­blar del inconsciente individual; lo hace, por ejemplo, al referirse a los complejos. Para él, el complejo remite a una experiencia personal de tipo traumático o emocional que se sitúa en el inconsciente individual y que está en última instancia relacionado con el inconsciente colectivo. El método de la asociación de ideas permitía a Jung sacar a la luz algunos com­plejos; pero éstos podían manifestarse también en los sueños. Este último caso lleva a Jung a hablar de los arquetipos: «motivos que se repiten y con significación casi idéntica tanto en sueños y fantasías individuales como en la mitología y el folclore de pueblos diversos». Los arquetipos están, pues, relacionados sobre todo con el inconsciente co­lectivo. Son, de hecho, lo que de la experiencia común de la humanidad se filtra en el in­consciente individual de un sujeto. Tienen un carácter universal antropológico. Como dice Isabel Paraíso, su «huella permanece en cada cerebro individual». En los sueños se manifiestan normalmente en forma de símbolos. Los hombres primitivos organizaban sus tabúes y sus creencias alrededor de ciertos arquetipos que de algún modo marcan ya a toda la humanidad, y aunque el hombre moderno cree que vive al margen de ellos, lo cierto es que siguen marcándolo, según Jung. Los dioses y demonios no desaparecen; solo cambian de nombre.

EL INTÉRPRETE COMO COMPONENTE DEL CONTEXTO.-

"Si la obra de arte, como toda acción humana por lo demás, es en el fondo proyección de las instancias del autor, es también el objeto sobre el que el lector proyecta sus propias instancias. Conviene atender a este aspecto, por sí mismo tan problemático, antes de seguir adelante. Cada lectura, cada interpretación supone el encuentro de dos subjetividades, y ello no puede olvidarse a la hora de la pretensión de objetividad. ¿Es lo que decimos acerca de lo que un texto dice lo que en realidad dice o lo que le hace­mos decir? Mannoni ha advertido esta cuestión, no como escollo, sino como propuesta en sí mismo también. El psicoanálisis ha situado al intérprete dentro del propio contexto, del campo de lo interpretado. Una lectura es un acto de selección. Basta, simplemente, una relectura ulterior para caer en la cuenta de cuánto hubimos de dejar de «ver», viendo, no obstante, anteriormente, y cuánto «vemos» ahora, que no asegura de lo que aún hemos de dejar de ver. En la indagación que ve­rificamos, una vez que nos situamos más allá de la semántica, la fusión del objeto y sujeto es inevitable y, del mismo modo que en la acción psicoterapéutica, el psicoanalista es a su vez psico­analizado, o, mejor dicho, simultáneo objeto del psicoanálisis. La fusión inevitable del objeto y sujeto amplía el campo del aná­lisis al sujeto -intérprete, hermeneuta- proyectado en el objeto -la obra.


PSICOANÁLISIS Y LITERATURA.-

Para algunos autores, la influencia del psicoanálisis en el campo de lo literario ha sido tan decisiva que incluso ha llegado a alterar la manera de leer las obras literarias. Incluso se dice que las técnicas de interpretación psicoanalítica ayudan a la mejor comprensión del texto literario y que suponen también una gran ayuda para la teoría y la crítica literarias. Aunque también se recuerda que la literatura ha sido una de las principales fuentes de in­terpretación del psicoanálisis. En cualquier caso, es obvia la relación entre teoría psicoana­lítica y literatura. Ciertamente, el hecho de que la obra de Freud esté impregnada de cultu­ra germánica hace que el psicoanálisis mantenga estrechos lazos con la literatura románti­ca del siglo XIX, en la que, como se sabe, el elemento irracional resulta decisivo. Además, autores románticos como Tieck y Schopenhauer defendieron antes que Freud el origen se­xual del arte. Y notoriamente cercana a la concepción freudiana de los impulsos perversos y autodestructivos se encuentra la fascinación de autores como Baudelaire, Shelley o Poe por lo siniestro. Del mismo modo, puede decirse que la importancia del tema del sueño en los románticos encuentra su culminación en la obra de Freud. Por otra parte, para com­prender muchos fenómenos literarios del siglo XX, el psicoanálisis resulta determinante. Basta pensar en la «escritura automática» del Surrealismo y en ciertas técnicas narrativas como el fluido de conciencia, recursos, ambos, basados en la técnica terapéutica de la aso­ciación libre de ideas y, por tanto, en un claro intento de permitir que el inconsciente aflo­re directamente.
Según Carlos Castilla del Pino, la incidencia del psicoanálisis en la literatura se ha cen­trado en cuatro aspectos básicos:

1. La dilucidación del proceso de creación.
2. La significación del texto, es decir, de la obra, en tanto biografía «profunda» -oculta, inconsciente- del autor.
3. Las significaciones y metasignificaciones -es decir, sobre la simbólica- del contenido del texto referidos a problemas genéricos del ser humano.
4. La relación del tema del texto para el lector, incluido el hecho del goce estético.
Dentro de la línea crítica freudiana destacan, además de Charles Mouron, los represen­tantes de la denominada crítica temática, entre quienes cabe destacar a Georges Poulet, a Jean Starobinski, a Jean-Pierre Richard, a Jean-Paul Weber (que fue quien primero habló de «crí­tica temática») y, en cierto modo, también a Roland Barthes (Paraíso, 1995: 145). Este tipo de crítica se preocupa fundamentalmente por hallar el «tema» o «red organizada de obsesio­nes» que es central en la obra de un autor. En última instancia, se cree que cada autor tiene un tema único relacionado con algún acontecimiento olvidado que vivió en su infancia.
En cuanto a la línea crítica junguiana, hay que destacar sobre todo al suizo Charles Bau­douin, a los franceses Gastan Bachelard y Gilbert Durand -máximos exponentes de la lla­mada «poética del imaginario»-, y al canadiense Northrop Frye, destacado representante del Myth Criticism, corriente basada en la creencia de que existen unos universales literarios (los mitos) en la base de toda obra concreta.